Vergüenzas? No muchas. Pero con estas dos, ya tengo.

Me acuerdo perfectamente de que el día en que llegó a la agencia, al pasar por mi escritorio a presentarse, me dijo que él y yo íbamos a hacer un equipo impresionante. En ese mismo puto instante, lo tuve claro como un cristal de Baccarat. Me dije: “Me raja”.
Y un año después, me rajó a la mierda. Lo entiendo. Te lo juro. Mirá, cualquiera se daría cuenta: él ganaba mucho menos que yo. Él no tenía fama internacional en la red; yo, sí. Él era vago, y yo también; pero yo lo disimulaba mejor. Y su señora gustaba de mí. Upa la lá.
Entendí que él era solo un pobre tipo con miedo y lo perdoné. Lo que nunca jamás enmireputavida le voy a perdonar, es que sea uno de los únicos dos tipos que me hicieron pasar vergüenza en público.
Procedo con la narración, Benéitez.
La agencia había ganado un solo premio antes de que yo llegara. Ese era mi segundo año y ya íbamos por cuarenta estatuillas, cuando me di cuenta de que nos estaba pasando lo mismo que me había pasado en Young unos años atrás. Veníamos muy bien creativamente, pero nadie, fuera de la agencia, se había dado cuenta.
Así que decidí organizar un evento creativo para clientes y aprovecharlo para hacerles saber de los premios que estábamos ganando, y así empezar a hacer rodar la bola.
Vinieron todos al Palais de Glàce, salvo Horacio Pagani y su mequetrefe de marketing, de quien no recuerdo el nombre. Éramos como trescientos.
Cuestión que el tipo no me llegaba. Todos esperando, y el tipo no me llegaba. Bueno. Al fin llegó. Me vio y me dijo que subiera al escenario con él y que hiciera la presentación del evento. El pequeño detalle es que no estaba programado que yo hablara. No problem. Subimos al escenario y recién ahí me di cuenta de que el pibe tenía un dope para diez. No recuerdo bien si fue porque me presentó balbuceando o porque subió con un vaso de scotch en la mano… Sip. Atroz. Seguí, y la estaba remando en un mar de dulce de leche, cuando sentí una presión en mi hombro. Yo no lo quería ni mirar, para no avivar a nadie. Pero el tipo me abrazaba para no caerse redondo al sopi. Qué feíto. Thanks, Boss!
Feíto como la despedida del Gerente General de Kellogg´s… Puta! Cómo estoy hoy con los nombres!... Bueno, “hoy”… Soy un choto con los nombres! No me acuerdo cómo se llamaba, pero sí, perfectamente, que era igual a Robin. El peinadito, la carita, el cuerpito, los pullovercitos, hasta la voz, boló tenia igual! Nada más; porque de joven maravilla, ni un culo. El tema es que hizo una cena y nos invitó. Parecía una reunión de la OEA. Yo era el único argento. Al final, el borrachín me grita desde la mesa de los Gerentes, para que me uniera a ellos. Estaban todos beodos y al sentarme me pregunté por qué él no había estado así de en pedo pero lúcido, el día del Palaîs de Glàce. Me sirvieron cinco tequilas, cuando mi índice de tolerancia a esa bebida es de dos… Me tendría que haber avivado y haberle tirado unos mangos al mozo para que me hiciera la misma que le hicimos al Tuchito una noche.
Diego entonces era casi abstemio. Simulamos una pelea y lo retó al Tuchito a ver quién tomaba más tequilas. Tendrías que haber visto la cara del Tuchito cuando la mocita trajo la cuarta ronda. No podía creer que Diego aun se no hubiera desmayado. Sobre todo, porque Diego coronaba cada trago con una estrepitosa cara de asco total, en un acting digno de Sir Lawrence Oliver. El Tuchito tiene una cultura alcohólica superior, pero en el sexto cantó las hurras, abatido. Fácil: la mocita traía shots de tequila para el Tuchito y de agua para Diego.
Mirá: no pasé vergüenza cuando Thelma me tiró la servilleta en la cara y se fue, en ese restaurant paquete al que la llevé a almorzar… Ella se desequilibró. Yo solo le pregunté cómo era posible que fuésemos novios, si sólo nos habíamos besado una vez, y visto dos veces en la vida. Nunca supe qué fue lo que la mandó a la banquina; si la ironía o la situación.
Una vez, en la final de un campeonato de fútbol, veníamos ganando cinco a uno, cuando un rival tuvo un altercado con el diez nuestro y lo tildó de burro. Yo, para chamuyarlo un poco, le pregunté si realmente estaba convencido de aseverar algo así, perdiendo por tamaña diferencia. El tema es que el árbitro me escuchó y me amonestó. “Pero por quééé?!”, le pregunté. “Vaya, tres”, me sacó de encima. “Por irónico!”.
Reconozco que la ironía es jodida.
Tampoco pasé vergüenza esa noche en La Casona de Lanús… Te conté… Sí te conté! La noche en que compartí VIP con Prince… No te conté?!... Yo estaba esperando a mi chick paradito contra la pared, al lado de los toillettes, cuando salió un flaco del viorsi y, sin aviso y sin mediar palabra, me pegó un cachetazo maaaal, pero maaaal maaaal, que se escuchó por sobre la música y que me acuerdo y me duele. Detrás del colorista de cachetes, salieron dos amigos y se lo llevaron a los pedos, mientras uno de ellos lanzó la siguiente explicación al aire: “Perdonalo, flaco; está dado vuelta”. Como si yo, con esta valentía que me caracteriza, hubiera pensado en ir a correrlo! Ya bien lo describe la Física: fue un problema de encuentro. Me encontré con una furiosa cachetada en la trompa. Cuack! Es el día de hoy que, para mí, esos tres se acuerdan y se cagan de la risa. Estoy convencido de que me hicieron una joda.
Pero sí pasé vergüenza esa noche en la que tuve la mala idea de invitar a Rambo a cenar conmigo y mi muyfamosísimoamigodelafarándula.
Con mi amigo solemos comer, al menos, una vez por mes y nos divertimos mucho. Es un tipazo, muy cómico y muy humilde.
Rambo recién había perdido el rumbo por completo, y me daba lástima; así que lo convidé. Me preguntó si podía sumarse después, para tomar algo, ya que esa noche iría a comer con Alfie.
Alfie es un caballero, es muy divertido y entrador, así que pensé que no habría nada nocivo si todos nos juntábamos después de las cenas a por unos traguetes. Fallé.
Llegaron Rambo y Alfie a los postres y enseguida se armó una mesa loca. El preludio de los tragos era bien divertido y la noche se fue adentrando en nosotros. Igual, no daba para mucho más; pero Rambo no soporta no ser el centro. Pero el centro, vaya a donde vaya, es mi amigo. Por carisma, más que nada. El tema es que tanto rompió las bolas Rambo para seguir de copas, que mi amigo le dijo que sí, por compromiso. Pero, con más olfato que un zorro, armó el escape: propuso ir nosotros en un auto, y Rambo y Alfie en otro. “Sígannos”, dijo Rambo.
A “Pampita” nos llevó el muy desubicado. Sé. Llegamos a la puerta. Rambo entró y mi amigo me advirtió que nuestra presencia en el lugar no se podía extender más de cinco minutos, y que no se iba a la mierda sólo por no quedar como un agreta. Imaginate: entramos y seguidor hacia nosotros. Lo anunciaron por los parlantes. Rajaron a dos pobres tipos para darnos una mesa al lado del escenario. Ese mismito en donde dos seres humanos, que creo que eran de sexo femenino, pero no me animo a asegurarlo, se estaban frotando de una manera tan burda, que ni el Neorealismo italiano las retrataba así. De la nada, se nos sentaron encima unas chicas, que validaban el grosero dicho de “Cuarenta negra, tre diente”. Un señor comenzó a relatar, como si hubiera habido necesidad, lo que las chicas hacían sobre el escenario. Cada dos frases metía un “Pero porrrrrrr favorrrrrrrrrr!!!”, seguido de una procacidad que hubiera hecho poner colorado al chofer de un camión de basura, del tipo: “pero mirá esa argoooolla!; otra que el Cañón del Coloraaaado!”.
Después del tercer “Pero porrr favorrrrr!!!” en serie, mi amigo y yo salimos disparados como si hubiéramos tenido un resorte en el orto cada uno. Gracias a Dios, los paparazzi llegaron cinco minutos después de que nos rajamos.
El viaje hasta su casa fue absolutamente en silencio. Yo con mi vergüenza, y él, seguro, pensando por qué le tuve que hacer eso.
L ‘interview.

Ni vos, ni él, ni yo, vamos a entender nunca por qué lo hice. Jamás. Te lo prometo.
Traté mil veces de entenderlo. Busqué, busqué, busqué, y no encontré una respuesta satisfactoria, creíble aunque fuera audaz. Negué los hechos una y otra vez, hasta que el otro protagonista de la historia me lo confirmó y no tuve más remedio que aceptarlos.
No diría que es algo inexplicable lo que ocurrió. No se ni como definirlo. Ridículo? Una vez más en mi vida. Loco? Ponele. Pero inexplicable… inexplicable, no.
Inexplicable fue la forma en que mi amigo Diego Alma perdió una zapatilla adentro de una limousina, en ocasión del festejo de su cumpleaños número veinticinco, junto al Tucho y cuatro amigas. Lo rescatamos del bar en donde estaba festejando el onomástico junto a cincuenta más de nuestros amigos y amigas, lo metimos en la limo con el grupete VIP, y lo llevamos de gira. Devolviéndolo al evento tres horas después, envenenado. Sí, se bajó con una zapatilla de menos. Hasta lo llamamos a Héctor (el chauffeur) y no la encontró. No estaba adentro del santuario. Luego Diego soportó la agreteada de todas las damas presentes y la envidia de los hombres, semidescalzo, pero con una sonrisa celestial, que nunca antes le había visto.
Eso no es lo inexplicable. Lo inexplicable es que al otro día, doce horas después del evento, mientras jugábamos tennis, el Tuchito paró el match para extraerse un minúsculo trozo de vidrio de una de las cachas del toor, proveniente de una copa de champagne que se rompió dentro del vehículo.
Inexplicable fue el día que estábamos en el Aeroparque Metropolitano con Dick Capara, en pre embarque de puerta dos, cuando escuchamos que por el sistema de audio llaman a presentarse en la puerta dos al Agente Secreto. Se. El primero que llegara a la puerta dos iba a ser el agente secreto. Con Dick no lo podíamos creer que fueran tan pelotudos de mandar al frente así a un tipo. Fabulamos que iba a aparecer un hombre enfundado en un impermeable con solapas levantadas, gafas de sol y sombrero. Pero el agente secreto nunca apareció. 
Es inexplicable, claramente. Lo que también es inexplicable es que la explicación llegó años después, de culo, esta vez en Ezeiza: a los empleados de Aerolíneas Argentinas les llaman “Agente”, y el pobre pelotudo se llamaba “Secreto” de apellido. Osvaldo Secreto.
Dejate de joderrrr!
Y bien inexplicable fue esa noche en que íbamos al casamiento de Brian y Muni en el campo, en Casbas (sí, cagate de risa, “Casbas” se llama el pueblo; ese mismo pueblo en el que al gerente del Provincia le decían “Maradona”, porque nunca iba al banco), y llovía como para desagotar el cielo de por vida y no se veía más allá de los limpiaparabrisas. El camino interno era un solo barro y de no ser por la avezada conducción del querido Gordo Néstor, nos hubiéramos ido contra un alambrado. El Gordo tenía alma de piloto y, evidentemente llevaba los genes de su padre, que había sido corredor de TC, porque mantenía firme la furgoneta Volkswagen, que se cocktailizaba estoicamente de un lado a otro de la huella. Éramos el Gordo, Tacha y yo, que parecíamos bolivianos vendedores de ajo ahí sentados, con las piernas tapaditas por una frazada sucia de aceite, ya que hacían menos setenta y dos grados Farenheit y la furgoneta carecía de calefacción. Volvamos al camino: te digo más, creo que hasta un tractor se encajaba. El tema es que yo venía del lado de la ventanilla, mirando con mucha atención para ubicar la tranquera cierta, cuando de pronto vi debajo de la copa de un árbol, el espectro de un gaucho viejo tomando mate, que nos saludó al pasar. En principio pensé que había sido una ilusión óptica producto del faltante de raya ortonal por las doce horas ininterrumpidas de hazaña, pero cuando vi al gaucho esta vez corriendo al lado de la furgoneta, al mejor estilo del malo de Terminator dos, con la cabecita agachada como para tomar más fuerza, tremendo cagazo me pegué.
No, mentira.
Digo… lo del gaucho es mentira. Pero hubiera sido inexplicable, no?
Lo que no es mentira, anche sí inexplicable también, es la anécdota que refiere esta historia.
Yo se que circulan cuatrocientascincuentamilquinientas urban stories de cuando yo era creativo.
De muchas me hago cargo. Otras no las recuerdo en absoluto. Y las más, niego rotundamente el haberlas protagonizado; al menos, de la forma en que dice la leyenda.
Nunca le revoleé por la cabeza un sobre a la coordinadora de FCB (hoy Draft), al grito de “Folletos no hago; los folletos no dan premios!”.
Nunca entré a la oficina del badulaque colombiano Gerente General de Leo Burnett para decirle, delante de un cliente, que venía de presentar un aviso de Marvin y el Gringo Minoyetti, que él había prohibido presentar. Y no, ese aviso nunca se aprobó y nunca ganó nada.
Nunca me fui al segundo día de laburo, porque me parecía una bosteada la agencia. Jamás.
Juro por mi vieja que es mentira total que le dije “Burra” en la cara y delante de diez personas a la Directora General de Cuentas de Young.
La que sí no puedo negar, y mucho menos explicar, es, como dije, la que refiere esta historia; la que me pasó con el Facha Grau. Ese mismo al cual tomé de trainee en Verdino y lo rajé porque se me amotinó un fin de semana, y al mes lo volví a tomar, esa vez como redactor junior. Y qué querés? Si era muy bueno. Casi tan bueno como tilingo. Por qué no lo iba a llamar de nuevo? Es más: después de Verdino me lo llevé a Burnett.
Bueno, parece que la primera vez que le hice l’interview, según vesiones circulantes en plaza, dado que yo no lo recuerdo, lo hice luciendo mi casco de moto en la cabeza. Toda l’interview. Como si no hubiera estado allí. Qué? Qué mirás? Qué?
No. No fue ese con el que parecía La Hormiga Atómica. No. Fue con el alemancito. Ese me quedaba mejor.
El Chámpion.

Ponete una mano en el corazón. Te pregunto: vos no hubieras hecho lo mismo?
Llovía como la concha de la lora. Podría hablarte horas de lo atractivas que me resultan las tormentas eléctricas, pero cortaría el clima tenso de la historia que hoy nos convoca. Sigo. La visibilidad superaba escasamente el capot del auto, lo que hacía a la Panamericana casi intransitable.
El Ardi manejaba atento como nunca estuvo (literalmente; no presta atención para manejar) y tensionado, cuando de repente vio a un hombre tirado en el carril central. Sin dudarlo, clavó los frenos. Por suerte casi no había tráfico, por la hora y por las condiciones climáticas; si no, podría haber sido una tragedia.
Se bajó y caminó, de jetra, bajo el diluvio, por el medio de la Panamericana, hasta el cuerpo.
Vos hubieras hecho lo mismo.
Salvo que a él le pasó que ese cuerpo yaciente sobre el asfalto mojado era el Chámpion. Un perro grande, mezcla de Collie y Ovejero Alemán, que casi no respiraba.
El Ardi, la segunda persona más buena del mundo viviente, levantó al Chámpion, en ese momento de nombre desconocido, y lo subió al auto.
Salió disparado, llorando, con una mezcla de sensaciones de lo más variada. Se preguntaba quién podría dejar a un perro tan lindo, abandonado, en una noche semejante.
Vos hubieras hecho lo mismo. Abandonar al perro, digo. Ya vas a ver.
Eran como las doce de la noche, cuando el veterinario de cabecera de la familia le recomendó sacrificarlo en ese mismísimo momento, dada la gravedad de las fracturas que tenía el pobre can.
Yo tuve que sacrificar dos perros y te juro que es lo peor que me pasó en la vida. Una Siberian Husky que se llamó “Traxx”, hasta que descubrí… descubrí… mmmdescubrí… bueno, me dijeron que era un él, y ahí pasó a llamarse “Matt”…
Ok, ok, no tuve una vida muy sufrida que digamos; roger that. Pero fue feíto. Solo diré que recomiendo fuertemente no comprar perros que no tengan todas las vacunas dadas como corresponde, de cachorros.
Volviendo al Chámpion, el pobre can, evidenciando una inteligencia que demostraría efectivamente poco tiempo después, miró al Ardi cual Gato Con Botas de Shrek, en el momento preciso; cosa que el Ardi no pudo resistir. Convengamos en que el umbral de resistencia de Ardi a los animales es ínfimo.
Tan mínimo como el umbral de resistencia de su madre a Papá Noel.
Efectivamente, érase una navidad y se dispuso en la casa dar cabida a la ceremonia de recibir a Papá Noel, que incluía a un familiar de sexo masculino disfrazado de Santa, que ingresaba por la puerta con unas diez bolsas de consorcio repletas de juguetes para los menores. El clan, más los invitados ocasionales, aguardaba parapetado detrás de los sillones del living a que el dogor depositara los regalos junto al hogar. Cuestión que la navidad a la que refiero, me tocó el mismo sillón de ocultamiento que la mamá de Ardi. Siendo la segunda entrada de Santa, que estaba medio en dope y mandaba chistes respecto de los concurrentes, que cerraba con el clásico “Ho, ho, ho!”, escuché un moqueo progresivo que se volvió constante. Miré de lado y, lejos de ser una niñita, la llorona era la señora, quien, ante mi pregunta de si se sentía bien, solo atinó a responderme: “Es que yo nunca vi a Papá Noel!!!...”
No era la noche para llamar al Nine One One, pero no hubiera estado mal, verdad?
Así el Chámpion estuvo nueve meses tirado en un camastro junto al hogar, las veinticuatro horas al cuidado de la familia, que se turnaba hasta para dormir junto al moribundo animalito.
Aún caminando solo en sus dos patas delanteras, lo primero que hizo ni bien pudo levantarse, fue empernarse a Yenny, la tierna y dulce Ovejera de la casa. Eso puede atribuirse a un mero reflejo instintivo del perro, pero al ojo avizor, es una muestra cabal de la voluntad inquebrantable del hijoderemilrevolidasputas. Es el día de hoy que hay muchas teorías sobre cómo lo logró, pero ninguna fue comprobada.
Es que poco se sabía de la historia del Chámpion. Y poco pudo deducirse de los años que estuvo con el Ardi. Salvo que tenía algo contra los autos, que quizá le había quedado producto de su accidente. Porque los chocaba. Sí, los corría de costado, como tantos otros perros hacen, pero en un momento dado, les tiraba los sesenta que pesaría contra la puerta. Abolló a más de uno de esa forma, te lo prometo.
Una vez reestablecido por completo, habiendo ganado la horizontal con sus cuatro miembros fortalecidos, comenzó a morder a todos en la familia. Sistemáticamente, no perdonó ni a uno. Se llegó a concluir, sin poder comprobarse nunca tampoco, que al perro no le gustaba que lo contradijeran. Si él quería que lo acariciara alguien, ese alguien debía acariciarlo y hasta que él quisiera, o era mordido. Simple.
Se peleó con todos los perros del barrio. Los que estaban dentro de sus casas, tuvieron suerte. Los que estaban callejeando, murieron atacados al cuello, gracias a una poderosa imitación del Chámpion de la típica maniobra de los aviadores de la segunda guerra mundial, de aparearse de costado a la víctima antes de descerrajar el ataque mortal.
Demasiado History Channel ese rope.
Los había hecho quedar muy mal con medio barrio, cuando el Ardi se casó y se lo llevó al nuevo nidito de amor.
El primer año transcurrió tranquilo, salvo por ese asado en que Mariano Tino tuvo la pésima idea de pegarle por detrás un artero roscazo en la nuca, cuando el Chámpion estaba en medio del grupete de hombres reunido alrededor de la parrilla, como uno más, atento a la conversación. El can lo miró y se le puso al lado, como diciendo “Ahora no te atiendo, porque está el Ardi mirando, pero se que fuiste vos”.
Lo siguió durante toda la noche, haciéndole marca personal, esperando el momento preciso para dar el batacazo, hasta el punto en que Mariano Tino se desesperó del cagazo y se fue. Se diría que lo iluminó Dios.
Los problemas arreciaron en cuanto Ardi y Caro iniciaron las tareas de ampliación del nidito de amor.
Para mí que al Chámpion no le gustaron los planos. La maqueta sí, porque se la lastró un día que lo dejaron solo.
No se si fue que el arquitecto lo canchereó, o qué. Pero fue al primero al que mordió, como una suerte de advertencia de lo que sería toda la obra. Por ahí fue que lo escuchó, ya que él estaba junto al Ardi en el momento en que el arquitecto le dijo que no había problema, que no le tenía ningun miedo, cuando el Ardi le previno que a veces (diez de cada diez) tiraba un tarasconcito (no solo lo tiraba, sino que lo acertaba, y no era un tarasconcito, sino más bien un mordisco full).
Lo ninguneó el arquitecto. Eso tampoco le gustaba al Chámpion.
Para muestra de lo que fue la obra, basta con recordar esa tarde en que Caro volvió a su casa y encontró a Eloy acorralado desde hacía tipo dos horas contra un rincón del jardín, defendiéndose del ataque del Chámpion con un balde de hierro. Defensa heroica que tuvo que sostener otra hora más, hasta que llegó Ardi, dado que a Caro el Chámpion ni pelota.
A esa altura de la obra, Eloy era el único obrero que no había desertado, de los treinta y cinco antes contratados. Hombre duro el boliviano. De pocas palabras.
Aun recuerdo ese año en que diseñé un cantero racionalista, en tierra, y no tuve mejor idea que creer que era una boludez hacerlo yo mismo. El Ardi me acompañó en el jugueteo de ladrillos y material. Nos creíamos Bob El Constructor. La pasamos bomba, pero a la semana tuvimos que llamar a Eloy para que arreglara la cagada. Ni bien la vio, dijo, en boliviano neutro casi susurrado:
“No se puedes arreglars. Hay que hacerlos de nuevos.”
Pobre Eloy. Se ve que necesitaba la guita, o era un boludazo marca cañón, dado que el Chámpion lo marcó más de una vez. La más memorable, quizá, fue ese sábado a la mañana, en que se lo escuchaba llorar y llorar a lo lejos (al Chámpion; Eloy no lloraba), como una magdalena (A la población: se ofrece cuantiosa recompensa a quien pueda desasnarme respecto del origen de semejante expresión).
Ardi salió un par de veces a la calle, luego de buscarlo infructuosamente por toda la casa, pero no lograba verlo, a pesar de que seguía escuchándolo. Tanto Eloy como Caro se hicieron los boludos y trataron de convencerlo de que era su imaginación la única que escuchaba los lamentos del perro.
Pero nadie le gana a tezonero a Ardi, está claro. Salió a buscarlo. Lo encontró casi a una cuadra, en uno de los pozos que hacen para enterrar caños en las veredas. Lo vio todo embarrado y, aparentemente, mal herido. No se asustó; ya lo había sacado de situaciones peores.
Eso sí: tuvo que rogarle a Eloy que lo ayudara a sacarlo del pozo. Lo convenció con la deducción fue que poco el animal podría hacer a dos metros de profundidad y todo lastimado.
Nunca deberían haberse confiado. Confiarse es lo peor que hay. O pregúntenle a mi gran y sucio amigo el Gauto, cuya frase de cabecera antes de lanzarse a la conquista de chiquillas era “Esperá que se confíen”. No dije que era sucio? O creían que estaba hablando de la pintura de auto de su mameluco, producto de su oficio? Nah. Era un ser sucio.
El Ardi se tiró al pozo, tomó al Chámpion entre sus brazos, y se cagó haciendo fuerza, porque el animal era grande y pesado, hasta que lo elevó hasta la vereda. Allí lo recibió Eloy.
Ni bien el cuadrúpedo sintió sus cuatro embarradas patitas sobre tierra firme, ni bien se vio salvado nuevamente, el muy turro mordió a Eloy, esta vez como echándole la culpa de su caída al pozo.
Nunca sabré por qué, pero nadie nadie, salvo el Ardi, lloró al Chámpion cuando dejó este mundo.



Mi extraña hipótesis acerca de la publicidad.

Una noche, tarde, estaba en la agencia esa que quedaba en una casa vieja, sobre la que pesaban recurrentes rumores de presencias fantasmales, de líneas de teléfono que sonaban y nadie llamaba, de internos que saltaban todos a la vez, de pisos de madera en los que sonaban pasos y muebles que crujían, siempre de noche, tarde, y con el lugar casi vacío.
Que los había, los había; pero el dueño no se quería mudar de ahí.
Cuando llamó mi interno, me sobresalté. Hasta dos metros del piso me sobresalté.
Era una ejecutiva de cuentas.
-“Podés venir a mi oficina urgente, por favor…”
Yo no sabía que no estaba solo. Encaré el pasillo y llegué hasta la oficina de la ejecutiva, haciéndome el sereno, lo más rápido que pude.
El box estaba a oscuras, como si se hubiera cortado la luz, solo iluminado por el monitor de la compu. Ella tenía su escritorio como de espaldas a la puerta, de modo que me acerqué por detrás. Me oyó, pero sin embargo siguió tipeando en la compu.
-“Qué pasó?” le pregunté. “Oíste algo?”.
-“No”
-“Qué?... Tenés miedo… No me digas que tenés miedo…” le dije, con una inflexion segura en la voz, como para calmarla.
-“No. Te llamé por otra cosa”.
Súbitamente se giró hacia mi, y casi me muero de un infarto: tenía toda la cara deformada...
No, mentiras! Jjajajja!
Me miró fijo con sus bonitos ojos almendrados, llevó su mano derecha hasta los botones de mi Levi´s 501 y comenzó a acariciarme lento y suave. A pesar de que me tomó por sorpresa mal, me excité rapidísimo. Esa mujer sabía perfectamente lo que hacía.
Su sonrisa pequeña se tornó en una perfecta cara de deseo mientras me desabrochó los botones y metió su mano dentro de mi boxer, para descubir mi rigidez extrema. Siguió acariciándome por unos instantes, rodeándola con sus dedos elegantes, con la fuerza exacta para mi placer. Ya en ese punto yo creí que iba a morir. Insisto: esa mujer sabía perfectamente lo que hacía. Cerró los ojos, se acercó más aun y me besó dulcemente. Luego, abrió su boca húmeda y me propinó uno de los placeres orales más recordados de mi vida.
Y yo, el gran boludo, pensando en que a la niña la asustaban los fantasmas…
-“Si ustedes están en ésto” -dijo mi profesor de primer año de la facultad, desmoralizándome por unos cuantos años- “porque creen que es una vida de modelos, fiestas y champagne, ya les anticipo que en 25 años de carrera nunca estuve con una modelo ni para filmar un comercial…”
Un naaaabo… total.
No, no fue Jorge Guinzburg. No se si te dije que lo tuve a Jorge como profesor. Un capo. Un grosso mal. Asi como era en la tele, eran las clases. Un contrapunto permanente entre él y nosotros de chistes filosos y frases de doble sentido.
Si hay un tipo al cual deben culpar por mi carrera creativa es a Jorge.
Quedamos amigotes después del ciclo lectivo y más de una vez me junté con él para que me asesorara. Un gran tipo. Karateca, era.
Volviendo al tema, no digo que estuve con Naomi Campbell -elegí deliberadamente a Naomi porque el gossip dice que es más fácil que la tabla del uno- ni con cien modelos; es más, no estoy con eso ahora. Estoy con la hipótesis; recordemos.
Años más tarde enfrenté una situación similar en otra agencia.
Estaba haciéndole milmierdas una estrategia de comunicación, por ser generoso y llamarla así, a un Director de Cuentas que hoy se hace el groso trabajando del lado del cliente y lo único que tiene de groso es la panza; cuando entró la chica nueva de Producción Gráfica, a la oficina del pobre muchacho, para pedirme que fuera a ver un original en su compu, que tenían que sacar al toque.
Terminada mi tarea de trituración, que personalemente disfruté mucho, me apersoné en la oficina de Producción; obvio, no iba a ir a Presidencia, y me puse a ver el original con la señorita. Había cincuenta y nueve personas.
-“Está descentrado”, le dije.
-“No”.
Así de seco me contestó.
Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se dieron vuelta a mirar. El aire se puso denso. Pensaban que iba a cortar como a un queso a “la nueva”, quien no me conocía muy bien para ese entonces.
Además de que venía de buen humor por desayunarme al mequetrefe del Director de Cuentas, valoro a las personas con coraje y convicciones, así que la miré con ternura, y comenzamos un breve intercambio de opiniones, en donde al final cometí la gaffe de inclinarme y situar mi cara junto a su cabecita, para poder observar el monitor bien desde el centro.
Porfié una vez más, insisitiendo en que había una diferencia hacia el lado izquierdo en el armado.
La gaffe fue no correr mi cara de junto a la suya.
-“La máquina me tira que está centrado. Si tenés razón, te chupo la pija” me susurró al oído, con tono firme, no mersa cual actriz porno.
Te preguntarás en este punto por qué digo que lo mío fue una gaffe; qué tenía de malo un acto tan rico; si la nueva era tan mala en esas artes como para rechazar semejante oferta y miles de otras preguntas que no puedo hacerme en tu lugar.
Bien. Lo malo era, básicamente, que yo era el jefe máximo. Y consideraba y considero y consideraré absolutamente falto de ética profesional el intimar con cualquier persona de un departamento bajo mi mando. Con lo cual, nunca lo hice, ni lo volveré a hacer, por supuesto.
Imprimimos.
El texto estaba, efectivamente, corrido hacia la izquierda. Un milímetro.
Que las apuestas son para ser pagadas debería haber pensado yo el día en que le aposté a mi amigo el Tucho una botella de Blue Label. Me confié tanto tanto en que no existía… me confié a tal punto de olvidar no solo que yo no bebo whisky, sino además que mi amigo es un fino bebedor, cuyo hábitat natural es la barra de algún excelso lugar de tragos.
Dos errores imperdonables para el apostador. Confiarse y olvidar. Me salió como trescientos dólares la jodita, ya que encontré el dorado elixir en un viaje al exterior.
Escuchá la de mi coequiper: tuve la idea de querer juntar el festejo de alguna premiación, con mis ganas de volver a tocar música y no se me ocurrió nada mejor que armar una fiesta en el piso de creativos. Embriagado por los resultados, Hernán me autorizó el ágape. Raro tipo Hernán. El más groso de todos; pero raro.
Embriagados estaban todos a las nueve de la noche y la fiesta había comenzado tan solo a las ocho. Sí, solo una hora. Pero qué hora, amigo! De modo que se dio fin al evento, se cotrató una flotilla de taxis que evacuaron a la gente y ahí me quedé solito, desarmando los equipos. Finalizada la sencilla y corta tarea, fui hasta mi box a buscar mis cosas para irme. Tamaña sorpresa me llevé al entrar y ver a mi coequiper, evidentemente tan ensimismado que no se había dado cuenta de nada, con su miembro viril inside la boca de una señorita, debo decir, tan ensimismada como él, y que no pertenecía al staff de la agencia! No, no era un gato, era una chica de otra agencia.
Por suerte, tenía las llaves de casa encima.
Esa fue la noche en que comencé a elaborar la siguiente Hipótesis, que aun hoy no puedo resolver: en las agencias se fomenta el placer oral desde las más altas esferas.



Mujer al volante.

Nieves volvía de trabajar. Era tarde. Estaba algo cansada. Quizá por eso, a pesar de que lo escuchó bien, de entrada no comprendió lo que le dijo el tipo del auto de al lado en el semáforo:
-        Que lindas piernas que tenés…
Aún estaba pensando cómo había hecho el chaboncito para vérselas, cuando escuchó el final de la frase:
-        … por qué no las usas para caminar, hija de mil putas!!!
El pibe tenía razón. Pero el hijo de mil putas es el que le dio el registro. Y el viejo de Nieves, otro, por garpar para que se lo den. Una fortuna garpó.
Así estamos, diría una vieja en un velorio: somos el país con más muertos por año en accidentes de tránsito.
Y tan serio que parece el examen. En Biei, digo. Ahí, precisamente, en mi primera vez para sacar licencia, me enteré de que yo era discromatópsico. Repeat: dis-cro-ma-tóp-si-co. Es como ser daltónico, pero más divertido. Es que cambio algunos verdes y unos pocos colorados, por cualquier otro color.
El pibito, con la cancherez de los dieciocho años recién cumplidos, le manda a la oftalmóloga que le pone el cartón con los circulitos verdes y colorados delante:
-        Acá hay un cinco, y acá me estás jodiendo, porque no hay ningún número.
Bueno, el “cinco” era un “quince”, y en el que “me estaba jodiendo”, había un “veintisiete”. Biennnnnn.
Me acuerdo de que me lo tomé tan en joda como me lo tomo hoy, pero Don Vito, mi padre, il capo di tutti i capi, se quería matar. Un descenciente imperfecto, él?!!!
Se tranquilizó cuando se enteró de que es una enfermedad transmitida por las mujeres, que las mujeres no padecen. Es más: ni se dan cuenta.
Y menos mal que encontré esto, porque me había ido al carajo de la historia, no?. Y no sabía cómo volver.
Algunas no se dan cuenta de lo mal que manejan. Como cuando no se corren del carril rápido cuando les haces luces. Y hacés luces. Y hacés luces. Y las boludas no aceleran ni un pedo. Y menos, se corren. Y vos solo pensás en esa reunión que te vale un laburo de doscientas lucas, a la que llegás tarde, y nada más lejos que intentar un levante… Hasta te lo hacen en la Panamericana! Pero de dónde carajos sacan que uno pueda pensar en un levante a ciento treinta por hora? Ni tiempo de mirarlas tenemos, tarambanas.
Sépanlo: cuando les hacen luces, córranse!
No, lo digo porque Nieves es una de ellas. Aunque por la Panamericana se pone las pilas y rara vez anda por los carriles rápidos.
En donde sí tiene una linda es en General Paz… Bueno… en dónde no tiene una maniobra, digamos, “audaz”?
Se mandó contramano por una bajadaaaaaa. La minita quería subir y resolvió por la vía equivocada. Estuve años tratando de que me explicara cómo hizo la maniobra macabra que hizo, pero nunca le entendí cómo llegó hasta ahí, a pesar de que una vez me peló hasta un planito.
No, no es que le faltan jugadores… Mmmm… Buó… Para la parte mecánica de la conducción, al menos, no. Su temita es una combinación letal entre distraerse y aburrirse.
Y vaya si lo podría afirmar el poli que le hizo tres multas en una sola detención! A saber: conducir hablando por celular, comer y leer, todo al mismo tiempo. Seee, posta. Celular, sánguche de salame y queso (bastante mersa, no?) y repasando para un examen.
De distraída, nomás.
Como ese día que se llevó la columna de alumbrado al sacar el auto del garage de la casa en donde vivía desde que había nacido, con la puerta abierta.
-        Pero quién fue el hijo de puta que corrió la columna?!!!
Seee. Siempre culpar a otro. Yo le digo “El Método Granada”. Hay que pasarle la culpa al primer boludo que encuentres antes de que te explote en la mano a vos, no importa un culo que vos seas el que tenga la culpa.
O cuando le afanaron la cartera dos motochorros, y me llamó para decirme que había chocado… media hora después, al tratar de salir marcha atrás de la estación de servicio en la cual había parado para tranquilizarse.
No es mala suerte. Se distrae la minita.
Mala suerte es la señora que me tocó ayer al lado en el banco, que mientras esperábamos al gerente, me contó que había ido a New York y al tiempo habían hecho explotar el World Trade Center. Que había estado en Atocha y a la semana habían volado la estación de trenes. Que había viajado a Colombia justo antes del alud.
Eso es mala suerte. Anotá: Clara Amelia Sanchez Sorondo. Obvio que por las dudas le pregunté el apellido para revisar la lista de pasajeros antes de mi próximo vuelo.
Pero Nieves se distrae hasta para mentir. Como cuando le dijo al viejo que le había chocado el auto y que era un rasponcito, nada más, pero que ya lo había llevado al chapista para ahorrar tiempo. Y luego, en la misma cena, quince minutos después, comenzó a contar maravillas de la grúa que la había remolcado (del “rasponcito”).
La anécdota se enriquece seis meses más tarde, cuando le devuelven el auto al viejo, con un sospechoso faltante en la zona esa que está debajo del capot y en donde generalmente está el motopropulsor y todo lo demás. Faltaba el compresor del aire acondicionado, pero Nieves le sugirió al viejo que lo habían “acomodado distinto”.
Si hay algo de lo que no saben en la familia de mi ex wife, es de mecánica. Clear enough?
Se distrae para mentir porque no observa, que es lo pior que puede hacer un mentiroso.
Como cuando hasta llegó a complotar a mi mecánico de toda la vida, so amenaza de que yo la mataba, para que cambiara una óptica de mi querido Passat, sin decirme nada. Y una noche vuelvo a casa y la veo cambiada, y le pregunto a Nieves cómo era posible que una óptica rota se cambiara sola. La navarreta nunca vio que la óptica estaba rota, se llevó mi auto y pensó que la había roto ella.
O se distrae, como la última vez que omitió contarme de una maniobrita, que saltó cuando fui a sacar un libre deuda para vender ese mismo Passat que tantas satisfacciones me había dado y que, ocasionalmente, me afanaba Nieves.
-        “Mirá”, me dijo el secretario del juez mientras caminábamos por el pasillo hacia el despacho de Su Usía, “de las dieciseis infracciones que tenés, te pude limpiar once, pero hay cinco que no puedo limpiarlas por nada del mundo”.
Mi estrategia de llegar sobre la hora de cierre a una repartición pública para acelerar el trabajo de los empleados ávidos de rajarse antes de que finalice su horario laboral a la velocidad de la luz, había dado resultado una vez más.
Caminábamos por el pasillo con la mayoría de los despachos vacíos a ambos lados, y como el que me había tocado era uno de los últimos, el secretario tuvo tiempo de ir enumerando las cinco que me sacó: tres de las ocho que tenía por hablar por celular (las tres de Nieves, obvio), una por exceso de velocidad (podría llegar a haber sido mía), y una por… le puso una pausa, creando un suspenso digno de Hitchcock, hasta que se sentó en el escritorio. Me miró fijo y me dijo:
-        “Circular de contramano por avenida Monroe”.
Cuando dijo “Monroe”, me acordé inmediatamente de Mercedes, la amiga que me había presentado Marisa Díaz, que vivía en Olazábal y Triunvirato (no es Monroe, pero me acordé igual); los ojos verdes más bonitos que vi en mi puta vida, la Brooke Shields argentina, la mujer que me estropeó más mal que ninguna.
Volví en mí. Sin tratar nisiquiera por un instante de rebatir la sentencia del juez, primero para irme rápido, y luego para no darle oportunidad alguna de arrepentirse de “limpiarme” once multas, lo cual aún era un muy buen deal, le pregunté al secretario, mientras me cerraba el papelerío, si no le parecía sospechoso que una persona pudiera conducir de contramano por una avenida de cuatro carriles por la que circulan miles de vehículos por día, entre ellos, varios de dos líneas de colectivo.
Antes de que me contestara, me cayó la ficha.
Lo miro a la distancia y me río. Por suerte, ahora pago solamente las ínfimas multas mías.
Mosaicos.

Todo comenzó un sábado de lluvia en el club. Habíamos terminado de jugar al fútbol y, bañaditos, estábamos en la confitería esperando que nos atendieran el Gallego o el Tenaza.
Llovía y casi no había nadie. Igual, ninguno venía; nunca venían, tenías que llamarlos. Y ahí la posibilidad de elegir vos a quién llamar. El Gallego siempre hacía el bendito mismo chiste de “Un platito de zoooooológicooooo”, para nombrar al maní de cortesía. El Tenaza no te traía maní, directamente. Llamamos al Tenaza, cuyo apodo obedecía al tremendo parecido físico con el Tenaza Rodriguez, otrora goalkeeper de Boca Juniors.
Durante la velada no pasó nada. Unos cuantos chistes varoniles y eso fue todo. El problema fue después. Tenaza trajo la cuenta y bastó que Rodrigo le preguntara cuándo firmábamos la escritura del bar entero, para desencadenar una sucesión de chascarrillos hacia el pobre Tenaza, que no pudo mitigar, siquiera, con la reducción considerable del monto de la adición que practicó evidenciado su propio error.
Se la re bancó, pero para mí que el pibe nos hizo una maldición. En especial a mí, a pesar de que era uno de los que se dedicó más a reír que a tirar comentarios hilarantes.
Porque a partir de ese día, los mozos de todos los restaurantes del país comenzaron a comportarse raros conmigo.
Primero fue Teresita. Teresita era una señora de unos cincuenta, que atendía en un restó que frecuentábamos bastante, pero no recuerdo su nombre, ni viene en caso. Cada vez que la vi ostentó un escote más que pronunciado, que de milagro contenía sus prominentes dones. Era evidente que había sido, y remarco la palabra “sido”, una mujer, cuando menos, muy bonita.
Teresita era más que simpática con todo el mundo, rozando lo veintidós ya; y a mí no paraba de decirme lo lindo que le resultaba yo.
Después del episodio con Tenaza, un día me trajo una pechuga de pollo con papas fritas.
“Te gustan las tetas, no?”, me preguntó, seriamente y sin anestesia, mientras me apoyaba el plato en la mesa y sus lolas en mi pecho, como si hubiera hecho falta semejante acercamiento para que yo las notara. Sí, me apoyó las tetas, leíste bien.
Me puse colorado mal, como huevo de perro blanco, como diría mi hermano de sangre Brian con esa onda que caracteriza a la gente de campo (ese mismo campo en donde se forjó, debo decir con justicia, el apodo de “Ácido”, para mi padre, porque en donde cae, come); no pude responder. Por suerte, no soy de los que tartamudean, porque hubiera sido un desastre. Solo atiné a lanzarle la sonrisa que ella  tanto había elogiado con anterioridad.
Sin moverse un milímetro, a pesar de ya haber dejado el plato, me insistió “De las mujeres, te gustan más las tetas que el culo, no?”
“Como sabés?”
“Porque siempre pedís pechuga.”
Me lanzó una sonrisa sexy y se retiró.
Nunca más pude volver, convencido de que Teresita era una suerte de bruja que todo lo sabía.
A donde nunca dejé de ir es a Pepino. Están casi todos los mismos mozos desde hace veinte años (voy desde que tenía cinco) y nunca un sí ni un no. Unos capos totales. Sobre todo el Chamaco; pero ese, lamentablemente, ya no está más.
Ahí, en una época, trabajaba el Máquina. Le decíamos así porque así te decía él cuando entrabas. Después se fue copando y le fue aditivando adjetivos del tipo Fiera, Varón, Titán…, hasta llegar a proferirte unos treinta, sin repetir y sin soplar, con el saludo.
Máquina era, sencillamente, un genio. Era capaz de servir a una mesa de veinte personas, sin anotar ni un puto plato ni una puta bebida, y sin equivocarse al dejarlos delante de quien los había pedido, obviamente. Un genio he dicho.
Todo bien con Máquina en Pepino. Pero… me lo crucé en Rosa Negra. Lugar bacanazo, para los que no conocen. Primer mundo.
Entré con una señorita que estaba increíblemente bonita: Marcela. Marcela tenía un imán para atrapar miradas, tanto de hombres como de mujeres, entrara en donde entrara, estuviera en donde estuviera. Primero, medía más que yo, con dos piernas esbeltas y kilométricas, siempre descubiertas con minifaldas diminutas, y una figura excepcional, rematada por una cara angelical como pocas veces vi. Pero lo más lindo que tenía era que, o yo estaba enamorado, o Marcela te sonreía y veías a Dios. Y encima le sonreía a cualquiera, aun hoy creo que medio inconciente de lo que generaba.
Lo que nos perdió y disparó la maldición del Tenaza fue esa sonrisa.
El Máquina empezó bien. Me aclaró que ahí estaba careta porque no lo dejaban y nos negoció con el mâitre la mesa más romántica del lugar.
Luego de sentarse, Marcela, por cortesía, le disparó su famosa sonrisa, en agradecimiento. Balazo de Magnum 357 en el pecho.
Se pudrió todo en cinco minutos.
Máquina, desaforado, vino como siete veces antes de tomar el pedido.
No se cómo hubiera terminado la noche, de no ser por una pequeña gaffe que cometió Máquina enseguida, en el momento de destapar el vino. Luego de andar peleándose un rato con el corcho, no tuvo mejor idea que atenazar la botella entre sus rodillas para poder apalancar con el destapador más firmemente. Lo cagó que lo vio el mâitre. Ni tiempo a terminar la tarea le dio. Nos pidió disculpas y se lo llevó a la cocina, del bracito. A los treinta segundos, vino otro mozo con otra botella del mismo vino, la destapó, nos sirvió, y él fue nuestro mozo de ahí en más, ya que a Máquina no lo volvimos a ver ni esa ni ninguna otra noche en la vida.
Pero esa noche acaecío otro suceso, más inaudito aún. Y no digo ilógico, porque podía pasar. Digo inusual. Y lo atribuyo, decididamente, a la maldición.
Estábamos esperando la cuenta, cuando se nos acercó uno de los árabes que estaban sentados en el privado. Muy correctamente, y en un castellano casi perfecto, me dijo que el jeque me ofrecía 250 camellos por Marcela. Desubicado como chupete en el culo, le pregunté a cuánto cotizaba el camello en Kuwait, dado que de allí eran los muchachos. Antes de que el hombre, sorprendido, pudiera contestar, recibí una patada digna del Patrón Bermudez en la canilla de mi piernita derecha. A Marce no le había caído muy bien la jodita, evidentemente. El pibe dijo algo de unas doscientas lucas, lo que traducía la oferta a 50 palos verdes, que solo yo alcancé a escuchar, dado que mi princesa de exportación me estaba taladrando para que matara al pobre mensajero. Mientras trataba de convencerla de que lejos de ofenderse, tenía que sentirse halagada porque era una valoración de su belleza; quizá un poco conservadora, sí, porque vos valés más que 50 palos verdes tontita, pero que recién estábamos en el principio de las negociaciones y eso era algo común en Kuwait, recordé que al padre de Annette le habían ofrecido tan solo 16 en Egipto. Marcela seguía sin escucharme y pidiéndome casi que lo cague a trompadas al pobre arabesito que estoicamente miraba nuestra conversación de pie junto a la mesa, asi que en ese momento abandoné la idea de conocer Kuwait. Suerte que lo conocí hace poco camino a dar una conferencia en Nepal.
Más rápido abandonamos el lugar, convencido yo de que en la esquina me la secuestraban. Podés creer que camino a casa, la muy rara se empezó a cagar de risa de los 50 palos?!
Tampoco volví a ese restaurante del centro en donde comí una vez con el Yéneral Gonzeilz: 1910. Nos atendió un mozo mañoso, como casi todos los mozos argentinos. Porque a diferencia de los uruguayos, por decir un cliché, que realmente son orgullosos de ser súper profesionales y se dedican como con devoción a lo que hacen (salvo los de La Fontana, de Piriápolis), los argentos son vagos. Y a vago, nadie superará al señor de referencia, al cual le pedimos una Coca y una Sprite, y volvió diez minutos después con una Coca y una Mirinda. La Sprite convertida ahora en Mirinda, le correspondía al Yéneral, que vio venir al mozo a mis espaldas, y ya, diez metros antes de que llegara a la mesa, le empezó a decir que era Sprite la gaseosa requerida. El mozo siguió a paso firme hasta la mesa, haciéndose el boludo de puta, a pesar de escuchar, fehacientemente, el reclamo del Yéneral. Omitiendo de lleno las palabras de mi joven compañero, el desfachatado apoyó la Mirinda en la mesa y mientras la destapaba, miró fijamente a los ojos al Yéneral y le dijo “Tomala que es rica igual…” Ndálaputaqueteparió.
Similar actitud tuvo un mozo de Güerrin, veinte años menor, pero de la misma escuela, indudablemente. Claro, aprendió rápido, se ve. Mirá.
Le pedí tinto con hielo y soda, y el sifón que me trajo no andaba. Ante mi reclamo, para mí que me hizo la Gran Benny Hill, dado que volvió dieciseis segundos después con un supuesto recambio, que, obvio, tampoco andaba.
Ni dudó un segundo en no ir a buscar otro. Sabés qué me dijo? “Ah, entonces te lo descuento, porque son todos iguales…”
Muy pero muy hijodeunbaldellenodeputas. Qué? Eran de la misma cosecha que salió mala? O
Se olvidaron de darlos vuelta en la cava y les entró aire?
Esa noche, hasta la pizza fea nos trajo. Sí, boló; te lo prometo… una pizza fea en Güerrín!!!
Ninguno como Calvito, que no puedo decirte acá en dónde lo conocí, pero que me enseñó una cosa que sirvió toda la vida para seducir chicas: invitás una chica a tomar un te a tu casa después de cenar. No falla. Para no volcar ni una gota cuando le llevás la infusión, no pongas la cuchara adentro, que parece ser una solución pero es muy mersa; simplemente, no mires la taza. La vista fija en la beauty.
Te la dejo.

De doormen y rebotes.

Nunca me habían rebotado de la puerta de una discoteca. Nunca. Posta. Mirá que estuve en lugares difíciles y no siempre tenía ese plastiquito divino llamado VIP card.
Una de mis primeras veces angustiantes fue en La City. Yo no sabía que la clave, como todo en la vida, era poner cara de habitué y mandarse directo, sin titubeos, quizá primereando al doorman difícil con un “Llegó Diego? (o el famoso que se te ocurriera en el momento y que sabías que iba, no tipo un “Llegó Mirta?”, por la Legrand)… Ah, bueno, decile que ya estoy adentro”, y avanzar sin mirar atrás, rumbo a la gloria.
Así que esa noche en La City comimos cola. Bueno, no mucho, porque para variar, con mi chiquita llegamos tarde y sus amigas y acompañantes ya estaban casi en la puerta. Era el cumpleaños de Mica y su arlequín le había reservado una mesa en el VIP, como regalo.
Inimaginable la excitación que había en la puerta de esa disco.
Llegado el momento, nos enfrentamos a los míticos el negro y el petiso, ya veteranos, que habían causado estragos en los últimos años de la puerta de Mau Mau, que parece que fue el mejor boliche de la historia del dance vernáculo. Al negro terminaron ultimándolo de un tiro; el hijo de un chacarero que no se bancó el rechazo social.
“Vos sí… vos sí… vos sí… vos sí… vos sí… vos sí… vos no…”
“Vos no” era Mica. El muy turro había escuchado toda la conversación. Claro, los había tenido dos mil ciento sesenta y siete minutos en la puerta.
Siguió un lapso breve de negociación entre los que estábamos del lado de la gloria del molinete, y el negro y Mica y el arlequín.
Terminó con Mica llorando, diciéndonos que entráramos igual, que ya fue; y yo, diciéndole a mi chica y a sus amigas, a las que nunca había visto en mi puta vida, que Mica, a la que nunca había visto en mi puta vida, merecía que todos nos fuéramos.
Así conocí el VIP de La City.
La técnica del famoso me fue revelada años después por Rozas, un playboy mayor. El no era famoso, pero Donatti sí. Y si no le salía la de Donatti porque algún doorman dormido no lo conocía, invocaba a Diego u otro famoso farandulesco, de turno entre sus amistades. De su mano, conocí a Darín, a Julieta Ortega, a Diego Torres (que le hubiera puesto un toldo al sol, si lo dejaban), y otras actrices y modelos de renombre. Los cito a ellos porque me cayeron particularmente bien. El que no me caía bien era “El Indio”, guardaespaldas de Diego. Era más callado que yo, así que imaginate el embole que nos comíamos si nos tocaba sentarnos al lado en la mesa.
Rozas era increíble. Cuando estaba en Buenos Aires, vivía en algún appart hotel, del que, invariablemente, se escapaba arrojando sus pertenencias por la ventana a algún cómplice y saliendo caminando, con su actitud matadora, por la puerta. Con esa misma actitud, salía de la disco a las nueve de la mañana con un vaso de whisky en la mano y preguntaba “Están para ir a dormir?”. Y si no estabas para ir a dormir, te llevaba directo al infierno.
El año pasado recordé y quise aplicar “La Gran Rozas” en un restaurante de San Isidro, de esos que se arma kilombito después de cenar. El RRPP, amigote, me venía insistiendo hasta hacérmela insostenible. Así que decidimos ir con mis amigos a cenar y comprobar si era verdad, primero que las señoritas estaban taaaaan buenas, y segundo, si se armaba kilombito. Llegué tarde y solo, como acostumbro. Mis amigos adentro, mi amigote fuera de sight, dos doorman, uno de espaldas. Llegué y saludé, y el doorman que estaba de espaldas hablando por intercom se dio vuelta.
Vi a La Muerte. A Dany La Muerte, para ser más precisos. Antes de ser famoso por ser custodio de Fort, Dany era famoso en San Isidro por la versión de que había matado un tipo a trompadas, que tuvo la mala idea de reclamarle que le pagara el saldo del Stringray que le había comprado meses antes (el mismo Stringray con que me chocó en Pepino´s y que no me animé a decirle nada, obvio… total… si ni me lo rayó… un poco hundidito el paragolpes, nomás… amigoooo).
Pensé en que iba a ser una negociación de pocas palabras, dado que Dany no habla. Y lo fue.
Ya me estaba dando vueltas para irme, a pesar de tener al RRPP de mi lado. No quería que Dany viera que me había meado encima del pánico.
Pero justo antes de que se me cayera la primera gotita, Dany me dijo “Pasá”. Sin más.
Nunca entendí cómo se acordó de mi. Porque si no se hubiera acordado, jamás me habría dejado entrar. Dany es uno de los más difíciles jefes de custodia de boliche que vi en mi vida. Lo tengo de varias puertas y lo vi trabajar. Yo tenía un amigo que trabajaba con él, Franco, asi que frecuentaba las discos en las que Dany laburaba. Pero eso fue hace tiempo. Buena memoria la de Dany, gracias a Dios.
Adentro comprobé que todo lo que me había dicho mi amigote RRPP era verdad. Buena comida. Perras. Kilombito.
Pero la vez que me rebotaron, que era el tema que nos convocaba hoy, fue, paradójicamente, en una puerta fácil, con una custodia educada.
Sérpico y Villalobos eran los reyes de Mi Club. Zona sur. Yo nunca había pasado de La Casona de Lanús. Un boliche incroyable, en donde alguna vez compartí VIP con Prince. Sí, Prince, Bobby y La Casona de Lanús. Así de bizarro.
Comprometí mi presencia para un viernes determinado y Mainer también iba, de modo que, aunque mi auto estaba en el taller, ese viernes yo debía estar en Mi Club. No importa, el tipo se repone, me tomé un remís. Dos millones me salió. Me acuerdo de que hacía frío porque las señoritas que estaban delante de mí en la entrada estaban con tapado de símil piel. Me pareció raro, y estaba atravesando diversas disquisiciones al respecto, cuando un dedo ejerció presión intermitente sobre mi hombrito izquierdo. Me di vuelta para ver quién era, esperando encontrar a Mainer, ya que desconté que Sérpico y Villalobos estaban adentro already con sendos whiskies con peces de hielo y rodeados de chiquillas infartantes. En lugar de Mainer, encontré el traje gris clarito de un señor joven y robusto que me dijo “Lo siento, caballero, pero en zapatillas no le puedo permitir ingresar.” Tuteándome con la muerte, le contesté “Ja! Dejate de joder” y le di la espalda de nuevo.
El dedo no dejó de ser amable a la hora de repiquetear de nuevo en mi hombrito izquierdo.
“Disculpeme, caballero, pero no puede ingresar”. Esta vez fue más firme que amable, pero el tipo no perdió la línea, seguro de que me sacaba en el momento en que quería, con un solo movimiento.
Pasamos a una negociación en donde comencé apelando a su buena onda, diciéndole que mis amigos Sérpico y Villalobos (los conocía, obvio) me estaban esperando en el VIP. Ante su cara de poker, insistí con que era mi primera vez en el lugar. Nada. Le mostré mis tres VIP cards de lugares prestigiosísimos de la noche porteña. Terminé rogándole, apelando al altísmo costo que significaba para mí esa noche en remís, como para finalizarla malograda.
Me acosté temprano.
Y el lunes me tuve que bancar a Sérpico diciéndome, ni bien pudo hablar después de la carcajada, “Qué boludo! (yo era su jefe)... Porqué no le pediste los zapatos al mozo del bar de la esquina?... Todo el mundo lo hace…”
Gracias a Eliana

Estaba pensando en que los uruguayos son lo más.
Son sanos, correctísimos, respetuosos, hospitalarios. Son lo más hospitalarios que vi.
Siempre cuento la misma anécdota, que muestra cómo es esta gente.
Tenía dieciséis años recien cumplidos, cuando me embarqué en un viaje iniciático en el Expreso Cacciola, rumbo a Carmelo. Un viaje de cuatro días, con el querido Loco Querin, el gordo Moreno y Chuánkis. Al Loco Querin ya lo había llevado el padre, y ahora él nos llebaba como anfitrión a nosotros.
La cosa es que llegamos a Carmelo y esa misma noche fue la del debut.
A los que quieran saber, solo les cuento que lo mío fue un papelón extremo y que obviaré dar detalles en este lugar, dado que sería imporpio de un caballero. Sorry.
Al día siguiente ya éramos hombres, así que nos pareció más divertido irnos a Punta Del Este, que quedarnos a repetir. Con el paso del los años, veo, con cierta ternura, que no me hubiera venido nada mal quedarme a practicar un poco más, por el placer de mis primeros romances.
Teníamos guita para Carmelo; no para andar por todo Uruguay, y menos por el Este, asi que volvimos rápido y a dedo. Llegamos a Montevideo y sacamos unos pasajes en bus para las seis de la mañana del día siguiente. Pero el problemita era que no teníamos ni en dónde dormir, ni guita para un hotel.
En la fría noche montevideana fue que probé las bondades del papel periódico en el pecho.
Y acá el fiel reflejo de la hospitalidad yorugua: pasó un flaco de unos veinte años por ahí y se acercó, sin dudar, a preguntarnos qué hacíamos intentando dormir en bancos de plaza. Le contamos. Nos dijo que los guardianes nos iban a sacar a palazos en la espalda y nos invitó al hall de su casa. No es todo. Llegados al hall del edificio, luego de unos minutos, subió a su departamento y volvió con la venia de sus padres para hacernos esperar el bus en el cálido y acogedor living.
No solo no nos conocía, sino que jamás nos había visto en su vida.
Increíble el pibe.
Claro, que la historia sigue, desbarrancada, como es mi estilo de vida. Brevemente: nos quedamos dormidos, perdimos el bus, tuvimos que ir a Colonia a dedo, viajó uno a Buenos Aires a pedir guita a nuestros viejos, pero volvió al otro día, con lo que esa noche los que nos quedamos cenamos un choripan y un vaso de soda entre los tres y tuvimos que dormir en el baño de Buquebus, que era el único lugar de donde los polis no nos iban a echar a patadas en el culo.
Quizá por toda esa hospitalidad y esa onda, años después, me vi obligado, sentí en mi interior que debía hacerlo, no pude evitar más hacerme el dolobu, y salté de mi reposera a rescatar a esa tilinga esteña que se estaba ahogando en la Barra.
La cosa fue así: estábamos con un grupete de amigas y amigos, y claro, cientos de personas más, en la playa, tarambaneando. Yo, plácidamente recostado en una reposera, con un Martini shaken, not stirred, en la mano. No, mentira. No tomo gin. Miraba el mar. Trataba de que imbuyera toda su energía en ese atardecer magnífico que ofrecen, invariablemente, las playas uruguayas. Cuando posé mi vista sobre algo que nunca debería haber mirado: ella.
Una aparentemente bonitísma morocha, que flameaba su mano derecha, saludando.
Hice foco y alcancé a ver que no la conocía, justo antes de que una ola se atravesara entre ella y mi vista. Volvió a aparecer luego de unos segundos y siguió saludando.
Pensé: "Es la típica que me pasa a mí: me paro, la saludo y resulta que me como el amague, porque está saludando al musculosito tatuado que está detrás de mí".
Mientras yo pensaba ésto, otra ola la volvió a sacar de mi ángulo visual. Pero ella volvió a resurgir con la rompiente, para mostrar nuevamente su brazo derecho en alto.
Esta vez no dudé. Me di vuelta a ver a quién carajos estaba saludando.
Nadie.
Más agrandado que Maradona cuando clasificó a la Selección para el mundial, me erguí y ya me disponía a caminar hacia ella y besarla y besarla y besarla, cuando me percaté de que mi amigo Chorchi también estaba mirando a la despampanante morocha, sentado en la arena.
"Se está ahogando, no?", me preguntó.
Mi ego se cayó de un quinto piso, pero como no lo iba a demostrar, le dije: "Sabés que sí...", sin pensar que mi respuesta iba a desatar uno de los peores momentos de mi vida.
"Vamos", dijo Chorchi.
Como dije, nobleza obliga con el pueblo uruguayo, salimos disparados hacia la sirena en problemas.
Nadé tan rápido, que si me hubiera visto Michael Phelps, largaba el nado. Llegué hasta la señorita antes que Chorchi, y ni bien me divisó, ella estiró su brazo para agarrarse de mí, antes de que yo pudiera rodearla y agarrarla por detrás, como indica el manual del buen piletero.
Se agarró de mi hombro y me hundió, para salir a flote.
Obvio, casi me ahoga, dado que no tenía mucho aire en los pulmones, por el esfuerzo y por la sorpresa.
Por suerte, pronto llegó Chorchi, y me la sacó medio de arriba. Salí a la superficie y respiré. Pero la niña seguía aún tomada de mi hombro.
Chorchi pasó el otro brazo de la chica por su hombro y la morocha quedó colgada entre nosotros, como un Cristo.
El problemita fue que Chorchi me sacaba como una cabeza, y ahí descubrí que la chica también.
Para colmo, seguía en shock, y en su desesperación, no hacía más que hundirme a mí solito.
Y acá el ridículo.
Mi instinto de supervivencia me llevó a ir dando saltos hacia adelante en el fondo del mar, de modo de impulsar a la chica hacia la costa y poder sacar mi cabecita afuera para tomar aire.
Estuvimos un ratito así, hasta que sentí que podía caminar por el fondo del mar, como buzo de 1940, ya con la superficie levemente sobre mi cabeza y no a tres metros como antes.
Me debe haber dado un delirium tremens, porque recuerdo haber imaginado durante la caminata, salir y darle respiración boca a boca a la bomba uruguaya y que ella se reestableciera en ese momento y me besara apasionadamente por haberla rescatado.
Imaginate el tamaño de mi decepción al llegar a la playa, apoyar a la princesa en la arena, y comprobar por su vómito fétido que no se hizo esperar, que estaba completamente en pedo.
A qué me tuve que hacerme el Bay Watch yo?!
No se.
Debe haber sido que ya una vez había tenido un rescate fallido.
Te cuento.
Nueve de la mañana. Yo estaba alojado en casa de una pareja que eran redeportistas los dos. Coco y Clau. Y Clau rompía soberanamente las pelotas, por no decir "insistía", todas las noches para que a la mañana siguiente fuésemos a correr a la playa.
Una mañana, muy a nuestro pesar, le dimos el gusto.
Me pareció que corrimos más que Usain Bolt en un entrenamiento. Por suerte, era temprano y no hacía calor todavía.
Paramos un momento para descansar.
Como yo ni en diciembre ni en enero hago actividad física, para descansar el cuerpo después de un año de competencias, estaba agachado; no se si tomando aire o buscando algún pulmotor que Dios hubiera enterrado en la arena delante de mí.
El tema es que estaba más para volver a la cama, acalambrado, cuando vi a un señor de unos cincuenta años, petizón, que llegó hasta nosotros, que éramos los únicos tres que estábamos en la playa, y nos grita: "Alguien que la salve, por Dios!!!"
Ese alguien, indudablemente, éramos nosotros, dado que, repito, no había nadie más en toda la playa.
Miré hacia el mar y vi a una nenita de tipo diez años, a unos veinte metros de la costa, braceando desesperada, pero siempre en el mismo lugar.
Sin dudarlo, Coco pronunció esa horrible palabra: "Vamos".
Salimos corriendo hacia la menor, mientras Clau, mi amiga Clau y el padre de la nena, se hacían los boludos y se quedaban mirando el rescate.
Pasamos por al lado de un salvavidas, que era lo más parecido a un bañero que había en la playa en ese momento, y Coco me dijo: "Traé el salvavidas". Era uno de esos con soga, atado al carretel del sostén que está enterrado en la arena.
Nunca, nunca me sentí más inutil que tratando de nadar con esa mierda en mi mano.
Traté de todo. Sacar la cabeza, meter la cabeza, crawl, pecho, salvavidas cruzado, salvavidas tipo rueda de auxilio.
Decí que Coco era grandote y llegó hasta la pendeja, y la trajo hasta donde estaba yo. Le puse el salvavidas y la sacamos.
No me preguntes de dónde, pero parecía una película mal filmada: salimos y, de la nada, se habían reunido como diez personas a mirar! Y que empezaron a aplaudirnos ni bien se constató que la pendeja estaba viva.
La pasé mal. Me sentía un estafador, compartiendo la fama con Coco, cuando solo él era el héroe. Pero nadie reparó en ese detalle. O pensaron que era un trabajo de equipo. O primaron que la chiquita estaba viva y no les importó mi papelón.
Se disiparon, naturalmente, como si no hubiera pasado nada... Tanto que el padre ni nos dio las gracias.
Y ahora me toca disipar a mí.
Estarás pensando qué tiene que ver el título "Gracias a Eliana". Simple. Ella me hizo acordar de estas historias, en una charla deliciosa, de esas que no se pueden tener con mucha gente.