El caño.

Podría haber vivido de limo en limo, la cama del hotel atestada de fans alocadas, un perfume con mi nombre.
Podría haber jugado el match de las dos superficies. Y haberlo hecho retorcer del dolor a Pablo por tener que invitar a un negrito de Flores a opacarle una de las mejores ideas de su vida… Tan solo imaginá el diálogo al teléfono.
Y sabés a cuánto estuve de todo? A una frase. Una.
No me preguntes por qué, pero tengo que contarte el primer día del final de mi carrera.
Pocas veces me desnudé así antes.

En tennis, el que sella el prestigio del Club es el Interclubes. Es la Davis. Te jugás la vida en el Interclubes… Andá a perder una final, un ascenso… Hasta los viejos de bochas te miran como diciendo “Araca, papa frita! Yo le jugaba con la plancha y le ganaba”.
Bien, para ese año, yo ya venía prestigiando al club desde hacia algún tiempo. Y esa tarde, me había tocado un partido accesible. Claro que jugábamos en el club y ella estaba ahí.
Después podremos hablar de Justicia Divina o no. Eso es otra cosa.
Delphine. Fila uno de la tribuna. Pollerita tableada y chombita rosa Lacoste sin mangas, que explotaba. La mujer más hermosa del club, casi del planeta. Todos sabíamos que tenía onda conmigo. Y yo con ella; quién no?
Delphine era la mamá de mi chica, con quien nos veíamos en bolas sobre una base regular de tiempo. Y entre otras cosas, estaba casada con el papá de mi chica, con quien nos veíamos las bolas en el vestuario, también sobre una base regular de tiempo.
Vuelvo al court. Me levanto de la silla para ir a comenzar el match, paso junto a Ella, me mira fijo con esos terribles ojos azules y me susurra algo maravilloso, que todavía hoy me acuerdo, como para que solo yo lo escuche: “Vamos Bob”. “Vamos… Bob”. “Bob… Bob… Bob… Bob… Bob… Bob …”
Si le hubiera hecho caso y me hubiera ido con ella en ese instante.

Sirvo yo. Primera pelota, le emboco un ace. 15-0. Segunda pelota, le saco abierto, muy abierto, y el dúctil, marcazo de por medio, la manda a la ligustrina perimetral.
Le daba cuarenta años al ball boy y no la encontraba. Pero yo la habia visto a la muy turra meterese por el caño de desagüe. Así que, como lo más natural del mundo, me apersoné ante el caño, me arrodillé y mandé la mano. Me pareció rozarla, pero como que se me escapó un poco, viste? Así que mandé el brazo a full. Y ahí, algo que no me gustó. Sentí como un movimientito que no me pareció propio de la afelpada.
Saqué la mano y me retiré. Demasiado poco. Aún tenía la cara a ras de piso, a escasos veinte centímetros de la boca del caño, cuando salió de adentro del mismo un sapo toro que aterrizó a dos centímetros de mi nariz.
Los dos saltamos del susto hacia atrás.
El batracio croó y se fue a esconder entre las ramas de la ligustrina y ahí quedé yo: solito con mi ridículo. Despatarrado y con el culo todo manchado de polvo de ladrillo.
La carcajada de la tribuna no se hizo esperar aunque me levanté como Maxwell Smart. Lo primero que hice fue mirar a Delphine. Si tan solo ella también se hubiera reido…
Pero no. Fui a buscar la toalla y volví a pasar al lado de ella. Mientras todos aún reían de mí, solo atinó a decirme: “Pobrecito”. Recuerdo su boca entreabierta después de terminar la frase.
Terminó el match, y en la soledad del vestuario, me dije: “No tengo flaire para tennis player”.
El primer día del final de mi carrera.
No, si Gaudio, al lado mio…