El Caribe.

El Caribe es traicionero.
Estábamos en una playa soñada, de arena blanca y fina, de esas que se escapan entre los dedos de una mano cerrada, como vos escapaste de mi (y qué necesidad había de meter una discordia que nada que ver con el relato, no?). De esas que invitan a cualquier aventura, a cualquier locura.
Que fue precisamente la que hicimos.
Ya estabamos pasados de visitas a otras islas paradisíacas tanto como esa. Todas involucraban paseos en las mas divesas embarcaciones, de modo que no había necesidad alguna de una última excursión en lancha solo para nadar entre los peces. Si ya habia nadado junto a una manta raya, inclusive!
Para colmo, zarpamos a la tarde. Dato no menor, dado que en el caribe, es cuando el mar deja de ser una pileta.
Y ahi subimos. La cosa era de alguna manera, prometedora: navegación hasta un primer punto, snorkeling en una zona de peces nunca ante vistos por el ojo humano; navegación hasta el punto dos, pileta natural, que le dicen; regreso a casa.
Eramos seis o siete. La embarcación parecía segura y era como para veinte. Y recuerdo haber pensado “Qué bueno, eso de ir con buen espacio en una excursión”.
Ya subir fue una aventura, dado que había que llegar hasta el bote a pie, sumergiéndonos un poco en el agua. Ese poco resultó hasta el pecho. Y la escalerilla de la nave no hubiera sido muy dificil de alcanzar si yo no hubiera tenido en mis brazos a mi hija, mi hijo y un bolsito con buzos "por las dudas". Aún no se como hice, pero recuerdo que justo antes de ahogarme logré subir al barco a mis hijos y al bolsito sin que se mojara, y sacar la cabeza de debajo del agua.
No pasa nada, no pasa nada. Una anécdota comica más en mi haber.
Le clavé un chaleco salvavidas a cada uno de mis hijos, atajé el que el "Capitán" del barco me revoleó antes de que arrancara a toda velocidad y logré asirme de un parante del techo de la lancha, evitando asi caerme por la borda.
Alegría, alegría!
Me coloqué el chaleco, que para qué mierdas me lo habré puesto, si no seré un tiburón, pero en el mar no me voy a ahogar seguro... A los tres minutos estaba más mareado que negro con guita, producto del olor a vómito de muerto que tenía el chalequito. Me sentía tan mal, tan mal, que solo atiné a acostarme lo más que pude en el asiento, método que me ha dado más de una satisfacción en embacaciones nefastas.
Yo ya quería volverme, cuando siento que la lancha se detiene, en medio de la nada.
No me preguntes de donde, pero aparece un botecito a motor, pequeñito, a nuestro lado. Debí haberles rogado que me transportaran en ese miserable bote de nuevo a mi hotel. Y esa fue solo una de las mil ideas que debería haber tenido esa tarde y que no tuve.
En el botecito venían como diez yankies de mil seiscientos kilos cada uno. La lancha nuestra, anclada, se movia como si estuviéramos en un samba marino. Y los gordos esos hijos de remilputas yankies tardaron, obvio, mil días en dopositar sus adiposos cuerpos en nuestra embarcación.
No. Sabés que no vomité?
Por suerte, retomamos la marcha y enseguida llegamos al punto uno.
Los peces nunca vistos prometidos, eran en verdad nunca vistos. Nunca los vimos. Es más, creo que ese es el único lugar en el mar del mundo que no hay un puto pez.
Para peor, en la desesperacion por bajarme del barco para que se me fuera el mareo y aprovechar el agua fresca para reanimarme, me lancé al mar con el chalequito. Tan mal no fue. La salitre le sacó, momentáneamente, el olor. Pero claro, el cuerpo con chaleco copia el movimiento del mar...S, un tarado total.
Subí al barco más mareado que antes. Tiré el chaleco a la mierda y gané de nuevo la horizontal en el asiento.
Otra vez por suerte, retomamos la navegación enseguida, antes de que los yankies se dieran cuenta de la estafa de los peces nunca vistos, y llegamos al segundo punto de la aventura: las piletas naturales. Que no son, ni más ni menos, que bancos de arena, en los que hacés pie. Ésta es la mía, pensé, y me tiré de cabeza al mar, antes de darle oportunidad al "Capitán" a anclar.
Casi me rompo las muñecas contra el fondo del mar, pero por lo menos, podía estar de pie en algún lugar del mundo sin moverme.
Un flaco, joven él, venía padeciendo las mismas peripecias que yo, lo supe. Se acomodó a cinco metros de mí y se dedicó a copiar mi inmovilidad absoluta. Estábamos ahí, a veinte metros del barco y de los yankies, y en ese momento sentimos esa complicidad que solo dos varones comprenden. La que no hace falta explicar con palabras. La que se lleva en un código con estoicismo y dignidad, en silencio. Ni una palabra en la hora que estuvimos parados nos dijimos.
Más allá, los cetáceos se dedicaron a ponerse rápidamente en pedo.
Una suerte, lo de "rápidamente" digo, ya que cayó la tarde como piano de seis pisos, y yo, el único que no había llevado bucito en el bolso de los bucitos, ahora sumaba un frío galopante a mi cuerpo, que ya soportaba el vaivén de la navegación en el pecho de nuevo. Por suerte, era para volver al hotel. O sea, yo ya vislumbraba la luz al final del túnel.
Tan contento estaba con la vuelta, que el frío me jodía pero me chupaba un huevo.
Tan contento estaba, que no pensé que el mareo que ya se me estaba yendo, volvería una vez más, con todo su furor, en ese preciso instante. Cuando los cetáceos tenían que volver a transbordarse al botecito, ahora en pedo.
Sentir anclar el barco otra vez en medio de la nada fue tremendo. Me vi morir vomitando.
Ese botecito que hasta les costaba mantenerlo unido al barco para el transbordo, por culpa de un mar ya decididamente embravecido mal, parecía una nuez. Temí por un momento que todos los yankies no entraran en un solo viaje. Hasta especulé con tirarme al mar y llegar nadando hasta el hotel de ellos y de ahí en taxi hasta el mío. Pero no podía abandonar a mi familia.
Para mi sorpresa, el transbordo iba rápido, muy rápido.
Como pude, me incorporé un poco en mi asiento y me giré para ver cómo era el tema. Fácil: el "Capitán" los arrimaba al borde y luego les daba una patada en el culo, de modo que los yankies caían literalmente en el botecito. Estaban tan mamados que no se daban cuenta de que se estaban cagando a golpes feo. No quiero imaginar al otro día sus caras tratando de explicarse cómo se produjeron esos moretones en un viaje paradisíaco.
Finalmente, llegamos al hotel. Desembarqué a mi familia, y como un acto reflejo, como si fuésemos dos de los sobrevivientes uruguayos que cayeron con el avión en la Cordillera de los Andes en el 72, nos abrazamos con el flaco del silencio.
Y no nos volvimos a ver nunca más.