"El hombre bala" es medio obvio, OK, pero verás que es el único título que le cabe a esta hsitoria.

“Tal vez sea la ultima oportunidad que tenga; no me la puedo perder”, pensó el Rana.
Y, a la luz de los acontecimientos que se sucederían a posteriori, no estaba muy errado: Racing participaba, en muchisimos años, de la Copa Libertadores de América (me importa un culo que ahora lleve el nombre de un anunciante, que ni siquiera estoy muy seguro de quién es, o peor, era en esos días). La gloriosa copa.
No era que el Rana era un tipo mayor, no; el tema es que la parcialidad albiceleste sabe de memoria de sufrimientos y resignaciones, de tener equipos más para el Nacional B que para la primera, de no tener una ilusión a futuro. Lo mal que jugaba el equipo en el campeonato local no hacía más que ratificar, una vez más, este pensamiento arraigado en la mentalidad racinguista.
Pero no me quiero desviar.
El Rana nunca en su vida había visto a su querido Racing participar de una Libertadores; Montevideo queda acá nomás, es como ir a cenar a San Isidro, si te descuidás; y el rival era por demás accesible.
Todo estaba preparado para la fiesta.
Así que allá partió René con un amigo, entrada en mano, bucito, rulos, en el Buquebus.
Las instancias del match no tienen relevancia en esta historia. Solo digamos que una vez más la barbarie le ganó a la fiesta. Que ese famoso grupito de inadaptados de siempre, otra vez fue más que las decenas de miles de personas que estaban en el estadio.
Batalla campal, batahola, hecatombe.
Armas blancas, marrones, negras y grises.
Cadenazos, cuchillazos, tiros.
René y su amigo corrieron, obvio. Para donde pudieron. La pasaron mal, muy mal. Estaban cerca de todo el quilombo.
Llegaron al Buquebus con lo justo. El buque estaba soltando amarras y los de migraciones, seguramente más por sacarse un problema de encima rápido que por otra cosa, los dejaron abordar con la velocidad de un rayo.
Se sentaron en los dos primeros asientos que vieron, cansados. Agitados todavía de correr esas treinta cuadras que separaron la vida de la muerte. Estaban tan, pero tan asustados que no pudieron hablar hasta casi media hora después. Ellos creyeron imaginar, por el silencio del barco, que estaban en un Titanic fantasma.
Hasta que en un momento dado, el amigo del Rana, se puso a reír. Soltó toda la tensión en esa risa. El Rana lo miró, sorprendido.
-“Cómo zafamos, Rana! No lo puedo creer! Estamos vivos, pelotudo!”
Ahí el Rana se sumó a la risa, claro. Parecían dos chicos al darse cuenta de que nadie los había visto hacer la mayor travesura de sus vidas.
Hasta que el Rana, producto de la risa o de vaya a saber qué, empezó a toser. Y tosió, tosió, tosió, hasta que escupió una bala.
Sí, un proyectil calibre .22, para ser más exacto.
El pituto le quedó en la manito de deditos regordetes y cortitos, que usó para taparse la boca y no toser en la nuca del pasajero de adelante.
Ahí, recién, se miró la pancita, y vió la mancha de sangre rojo carmín en el bucito gris. Pequeña, casi inocente.
El Rana vivió para contarla, orgulloso, a quien pregunte. Dos puntos de sutura le dieron, en el Pirovano. Nada más. Uno de los médicos que lo atendieron ensayó una tibia explicación científica, que no convenció mucho.