El taxista Ninja

Estaba cansado. Eran como las dos de la mañana. Martes, creo. Salí del teatro con la sensación de que mi carrera, que casi no había comenzado, se estaba yendo al carajo. Había tenido un ensayo excesivamente duro. “Al pedo”, pensé, mientras me subía al taxi. “La obra es una mierda; ni siquiera a mi vieja le puedo decir que venga…” Encima, la Directora me había hecho besar con un chaboncito… “Pero cuándo fue que mi primer protagónico se tornó en un psicoalegato gay barato?!... Porqué no te meterás las improvisaciones en el orto, pelotuda?... Mirá a tu amigo Gianola! Cinco años para que dejaran de ofrecerle papeles para trabajar de gay en la tele.”
Estuve un par de segundos sentado en silencio, hasta que me enfoqué y le di al taxista la dirección de Michelle. El tipo ni me miró por el retrovisor, como si hubiera sabido de antemano a dónde íbamos.
Me recosté en el asiento y cerré los ojos. Estaba tan para atrás que me chupaba un huevo si me cagaba y me daba setenta y tres vueltas manzana antes de dejarme en lo de Michelle.
Ella iba a estar dormida cuando yo llegara, desnuda; y la sola idea de meterme en su cama y hacerle cucharita me hacía olvidar de la obra, de la hora, y hasta de que mi chica pesaba como noventa y tres kilos… Nah, mentira. Michelle era flaquita. Mi única chica con pocas lolas en la vida. Pero OMG, what a face!
El cuchareo y la visión de un esqueletito de plástico colgando del retrovisor del taxi, fueron lo último que recuerdo antes de desmayarme en el asiento.
Tres minutos más tarde, un rotundo bocinazo, seguido de una puteada y un volantazo, me sacaron de mi dulce sueño. Fue como si me hubieran despertado detonando una granada al lado mío. Mejor. Comenzaba a soñar que tenía que tirar un clavado en una pileta, desde un trampolín que, si todo hubiese sido verdad, habría estado más alto que la punta del Obelisco. Y, lo más raro: en la pileta no había agua, sino tres tigres de bengala, nada tristes.
“Qué tonto, no?”, dijo el taxista, que seguía sin mirarme.
“Bollocks! tenés ganas de hablar” pensé, mientras me acomodaba otra vez en el asiento. Había quedado más desparramado que Madonna en el corto de BMW que hizo Guy Ritchie.
Antes de que yo le contestara, siguió: “Encerrarme así y después insultarme a mi madre…”
Sí… tenía ganas de hablar.
“Porque él no sabe quién puedo ser yo…”
Un sumbo del ejército retirado, pensé.
“No se… imaginate… Detrás de este volante puede haber un loco… o uno con un arma… o peor…”
Y ahí me miró por el espejo por primera vez.
Tuvo que parar en el semáforo, cosa que le dio más suspenso a la frase, y, con entonación marcada, coronó: “… puede haber un… Ninja!”
Y ahí se dio vuelta y me miró fijo, como para ver si era tan guapo de reírme en su cara.
Guapo yo? Se me paró hasta el último pelo del orto.
El pibe tenía una cicatriz que le cruzaba la cara, por sobre el ojo derecho. La mandíbula dura y la mirada del diablo. Sin pestañear, clá.
Para ese entonces, a mí me faltaban como cinco años para empezar a practicar Karate, por lo que en ese momento, ni para darle un cachetazo y salir corriendo me daba.
Le tocaron bocina de atrás y yo creo que transpiré sangre. Por suerte, se giró hacia adelante y arrancó de nuevo. Me tenía.
Lo que siguió fue un más que pormenorizado e ininterrumpido monólogo de sus combates con un octavo dan de Tae Kwon Do, por una mina que (obvio) él le había cagado al ocho, siendo él segundo dan.
Te pongo en autos: después de cinturón negro, vienen los dan, que son escalones de experiencia, del uno al diez. Un ocho contra un dos es como Tyson contra un pendejo de quince años. Flaquito.
Tenían un juramento tácito de cagarse a palos en donde se cruzasen. “Combatir”, dijo.
Y combatieron en boliches, bares, callejones, un jet (¿?), un colectivo…
Rompieron mesas, sillas, cortinas, puertas, mandíbulas, costillas, tabiques, rodillas, muñecas, orejas.
La cosa debía finalizar con la muerte de alguno de los dos, pero terminó antes. Aparentemente, haciendo gala de una astucia propia del que se sabe inferior pero su orgullo no le permite ser derrotado, Ninja entró una noche al dormitorio de Ocho descolgándose con una soga por la ventana. Lo “sorprendió durmiendo” y por eso lo “venció” y entonces lo “amarró a una silla” y “teniéndolo a merced le puso el filo de una katana en el cuello” y le propinó la mayor humillación posible: le perdonó la vida y se fue, “finalizando así el combate para siempre”.
Justo justo, la historia terminó cuando llegamos.
Saqué unos billetes del bolsillo y pagué (creo que sin querer le dejé dos gambas de propina).
Agitado, entré a la casa, desperté a Michelle y le dije: “Acabo de viajar en taxi con un ninja!”
Ella se dio vuelta en la cama y me dio la espalda. Sus piernas blancas se enredaron involuntariamente con la sábana, de manera de descubrir parcialmente la raya de su trasero perfecto, mientras me contestó: “Mañana me contás”. Y se durmió.
Y yo me quedé solito, ahí en ese cuarto, sugestionado y sin cucharita.