Maldito Neón

Llegó como todos los días, a las ocho y quince horas exactas; cuarenta y cinco minutos antes de su horario de entrada. Solo que esta vez estaba mucho más pálida, ojerosa, más endeble que nunca, con dos kilos menos (pensando en que pesaría como 46, eso era mucho), con no más que un hilo de voz suspirada.
Ese lunes volvía de sus vacaciones.
Esta mujer solitaria y retraída, era una de esas personas a las que todo se le vuelve pesado, difícil; todo se le complica de más. Siempre pensando en el rechazo consecuente a su persona y a todas sus propuestas. Siempre excusándose, hasta por decir cosas inteligentes o aportar soluciones.
Fumaba demasiado.
Una vez la vi reírse.
Eso sí: jamás la oí quejarse. Era como que ella había asumido su destino con resignación y estoicismo.
Aparentemente, por aquella época había tomado la irresoluta decisión de revelarse contra su naturaleza y cambiar. Lo que la condenó al fracaso fue que le erró en el timing, pienso yo.
Fue para el verano más caluroso de que se tenga memoria en la era moderna de Buenos Aires. Y es éste un dato no menor en esta historia. No menor? Determinante, diría.
El aire acondicionado le secaba la garganta y la resfriaba. Si hasta en la oficina lucía siempre un pulovercito… Los ventiladores devolvían aire caliente a la habitación…
Una vez más, abrió la ventana para hacer correr un poco de aire sabiendo con qué se encontraría: el flamante y desproporcionado cartel de neón, intermitente para peor, de la heladería que estaba en la planta baja de su casa.
Rezó de rodillas al costado de la cama, se acostó y apagó la luz. Era casi lo mismo.
Tic… tac. Tic… tac. Tic… tac.
Pasaban las horas y el neón no se apagaba. Lo hacía recién al alba, producto de estar manejado por un sensor de luz.
Pero esa noche, la que se iluminó fue ella.
Con toda la determinación de un mes de no dormirse sino hasta las seis de la mañana (y levantarse a las ocho para ir a comprarle las facturas para el desayuno a su madre), bajó las escaleras, llegó hasta la caja de luz de la heladería, que estaba dentro de su propio pasillo junto a la puerta de calle, y bajó la llave de la corriente.
Ella misma se encargó de contarle a quien quisiera escuchar su nueva tragedia, el diálogo con el dueño de la heladería que se produjo justo después de que el señor heladero se enterara del corte que le había provocado la pérdida total de la producción de esa noche.
-Yo hace tiempo que le vengo diciendo que ese cartel no me deja pegar un ojo, Don Salvador...
-Sí, pero escúcheme… me arruinó toda la producción!... Qué vendo hoy yo, eh? Qué vendo?!!!
-Bueno… no se… por un día que no venda helados… tampoco es tan grave…
-Ah, no es tan grave? A usted le parece que no es tan grave… Y dígame: con qué dedo bajó la llave de la corriente, eh?
-Con este –dijo ella, inocentemente y llevando el índice de la mano derecha a la altura de la nariz de Don Salvador.
Track. El sonido se sintió seco.
Al principio no dolió. Nada. Ella igualmente se miró el índice justiciero. Y con horror, comprobó que ya no estaba erguidito como siete segundos atrás, sino que ahora presentaba forma de “ele”.
Fractura expuesta, según dijo el traumatólogo.