Gracias a Eliana

Estaba pensando en que los uruguayos son lo más.
Son sanos, correctísimos, respetuosos, hospitalarios. Son lo más hospitalarios que vi.
Siempre cuento la misma anécdota, que muestra cómo es esta gente.
Tenía dieciséis años recien cumplidos, cuando me embarqué en un viaje iniciático en el Expreso Cacciola, rumbo a Carmelo. Un viaje de cuatro días, con el querido Loco Querin, el gordo Moreno y Chuánkis. Al Loco Querin ya lo había llevado el padre, y ahora él nos llebaba como anfitrión a nosotros.
La cosa es que llegamos a Carmelo y esa misma noche fue la del debut.
A los que quieran saber, solo les cuento que lo mío fue un papelón extremo y que obviaré dar detalles en este lugar, dado que sería imporpio de un caballero. Sorry.
Al día siguiente ya éramos hombres, así que nos pareció más divertido irnos a Punta Del Este, que quedarnos a repetir. Con el paso del los años, veo, con cierta ternura, que no me hubiera venido nada mal quedarme a practicar un poco más, por el placer de mis primeros romances.
Teníamos guita para Carmelo; no para andar por todo Uruguay, y menos por el Este, asi que volvimos rápido y a dedo. Llegamos a Montevideo y sacamos unos pasajes en bus para las seis de la mañana del día siguiente. Pero el problemita era que no teníamos ni en dónde dormir, ni guita para un hotel.
En la fría noche montevideana fue que probé las bondades del papel periódico en el pecho.
Y acá el fiel reflejo de la hospitalidad yorugua: pasó un flaco de unos veinte años por ahí y se acercó, sin dudar, a preguntarnos qué hacíamos intentando dormir en bancos de plaza. Le contamos. Nos dijo que los guardianes nos iban a sacar a palazos en la espalda y nos invitó al hall de su casa. No es todo. Llegados al hall del edificio, luego de unos minutos, subió a su departamento y volvió con la venia de sus padres para hacernos esperar el bus en el cálido y acogedor living.
No solo no nos conocía, sino que jamás nos había visto en su vida.
Increíble el pibe.
Claro, que la historia sigue, desbarrancada, como es mi estilo de vida. Brevemente: nos quedamos dormidos, perdimos el bus, tuvimos que ir a Colonia a dedo, viajó uno a Buenos Aires a pedir guita a nuestros viejos, pero volvió al otro día, con lo que esa noche los que nos quedamos cenamos un choripan y un vaso de soda entre los tres y tuvimos que dormir en el baño de Buquebus, que era el único lugar de donde los polis no nos iban a echar a patadas en el culo.
Quizá por toda esa hospitalidad y esa onda, años después, me vi obligado, sentí en mi interior que debía hacerlo, no pude evitar más hacerme el dolobu, y salté de mi reposera a rescatar a esa tilinga esteña que se estaba ahogando en la Barra.
La cosa fue así: estábamos con un grupete de amigas y amigos, y claro, cientos de personas más, en la playa, tarambaneando. Yo, plácidamente recostado en una reposera, con un Martini shaken, not stirred, en la mano. No, mentira. No tomo gin. Miraba el mar. Trataba de que imbuyera toda su energía en ese atardecer magnífico que ofrecen, invariablemente, las playas uruguayas. Cuando posé mi vista sobre algo que nunca debería haber mirado: ella.
Una aparentemente bonitísma morocha, que flameaba su mano derecha, saludando.
Hice foco y alcancé a ver que no la conocía, justo antes de que una ola se atravesara entre ella y mi vista. Volvió a aparecer luego de unos segundos y siguió saludando.
Pensé: "Es la típica que me pasa a mí: me paro, la saludo y resulta que me como el amague, porque está saludando al musculosito tatuado que está detrás de mí".
Mientras yo pensaba ésto, otra ola la volvió a sacar de mi ángulo visual. Pero ella volvió a resurgir con la rompiente, para mostrar nuevamente su brazo derecho en alto.
Esta vez no dudé. Me di vuelta a ver a quién carajos estaba saludando.
Nadie.
Más agrandado que Maradona cuando clasificó a la Selección para el mundial, me erguí y ya me disponía a caminar hacia ella y besarla y besarla y besarla, cuando me percaté de que mi amigo Chorchi también estaba mirando a la despampanante morocha, sentado en la arena.
"Se está ahogando, no?", me preguntó.
Mi ego se cayó de un quinto piso, pero como no lo iba a demostrar, le dije: "Sabés que sí...", sin pensar que mi respuesta iba a desatar uno de los peores momentos de mi vida.
"Vamos", dijo Chorchi.
Como dije, nobleza obliga con el pueblo uruguayo, salimos disparados hacia la sirena en problemas.
Nadé tan rápido, que si me hubiera visto Michael Phelps, largaba el nado. Llegué hasta la señorita antes que Chorchi, y ni bien me divisó, ella estiró su brazo para agarrarse de mí, antes de que yo pudiera rodearla y agarrarla por detrás, como indica el manual del buen piletero.
Se agarró de mi hombro y me hundió, para salir a flote.
Obvio, casi me ahoga, dado que no tenía mucho aire en los pulmones, por el esfuerzo y por la sorpresa.
Por suerte, pronto llegó Chorchi, y me la sacó medio de arriba. Salí a la superficie y respiré. Pero la niña seguía aún tomada de mi hombro.
Chorchi pasó el otro brazo de la chica por su hombro y la morocha quedó colgada entre nosotros, como un Cristo.
El problemita fue que Chorchi me sacaba como una cabeza, y ahí descubrí que la chica también.
Para colmo, seguía en shock, y en su desesperación, no hacía más que hundirme a mí solito.
Y acá el ridículo.
Mi instinto de supervivencia me llevó a ir dando saltos hacia adelante en el fondo del mar, de modo de impulsar a la chica hacia la costa y poder sacar mi cabecita afuera para tomar aire.
Estuvimos un ratito así, hasta que sentí que podía caminar por el fondo del mar, como buzo de 1940, ya con la superficie levemente sobre mi cabeza y no a tres metros como antes.
Me debe haber dado un delirium tremens, porque recuerdo haber imaginado durante la caminata, salir y darle respiración boca a boca a la bomba uruguaya y que ella se reestableciera en ese momento y me besara apasionadamente por haberla rescatado.
Imaginate el tamaño de mi decepción al llegar a la playa, apoyar a la princesa en la arena, y comprobar por su vómito fétido que no se hizo esperar, que estaba completamente en pedo.
A qué me tuve que hacerme el Bay Watch yo?!
No se.
Debe haber sido que ya una vez había tenido un rescate fallido.
Te cuento.
Nueve de la mañana. Yo estaba alojado en casa de una pareja que eran redeportistas los dos. Coco y Clau. Y Clau rompía soberanamente las pelotas, por no decir "insistía", todas las noches para que a la mañana siguiente fuésemos a correr a la playa.
Una mañana, muy a nuestro pesar, le dimos el gusto.
Me pareció que corrimos más que Usain Bolt en un entrenamiento. Por suerte, era temprano y no hacía calor todavía.
Paramos un momento para descansar.
Como yo ni en diciembre ni en enero hago actividad física, para descansar el cuerpo después de un año de competencias, estaba agachado; no se si tomando aire o buscando algún pulmotor que Dios hubiera enterrado en la arena delante de mí.
El tema es que estaba más para volver a la cama, acalambrado, cuando vi a un señor de unos cincuenta años, petizón, que llegó hasta nosotros, que éramos los únicos tres que estábamos en la playa, y nos grita: "Alguien que la salve, por Dios!!!"
Ese alguien, indudablemente, éramos nosotros, dado que, repito, no había nadie más en toda la playa.
Miré hacia el mar y vi a una nenita de tipo diez años, a unos veinte metros de la costa, braceando desesperada, pero siempre en el mismo lugar.
Sin dudarlo, Coco pronunció esa horrible palabra: "Vamos".
Salimos corriendo hacia la menor, mientras Clau, mi amiga Clau y el padre de la nena, se hacían los boludos y se quedaban mirando el rescate.
Pasamos por al lado de un salvavidas, que era lo más parecido a un bañero que había en la playa en ese momento, y Coco me dijo: "Traé el salvavidas". Era uno de esos con soga, atado al carretel del sostén que está enterrado en la arena.
Nunca, nunca me sentí más inutil que tratando de nadar con esa mierda en mi mano.
Traté de todo. Sacar la cabeza, meter la cabeza, crawl, pecho, salvavidas cruzado, salvavidas tipo rueda de auxilio.
Decí que Coco era grandote y llegó hasta la pendeja, y la trajo hasta donde estaba yo. Le puse el salvavidas y la sacamos.
No me preguntes de dónde, pero parecía una película mal filmada: salimos y, de la nada, se habían reunido como diez personas a mirar! Y que empezaron a aplaudirnos ni bien se constató que la pendeja estaba viva.
La pasé mal. Me sentía un estafador, compartiendo la fama con Coco, cuando solo él era el héroe. Pero nadie reparó en ese detalle. O pensaron que era un trabajo de equipo. O primaron que la chiquita estaba viva y no les importó mi papelón.
Se disiparon, naturalmente, como si no hubiera pasado nada... Tanto que el padre ni nos dio las gracias.
Y ahora me toca disipar a mí.
Estarás pensando qué tiene que ver el título "Gracias a Eliana". Simple. Ella me hizo acordar de estas historias, en una charla deliciosa, de esas que no se pueden tener con mucha gente.