Mosaicos.

Todo comenzó un sábado de lluvia en el club. Habíamos terminado de jugar al fútbol y, bañaditos, estábamos en la confitería esperando que nos atendieran el Gallego o el Tenaza.
Llovía y casi no había nadie. Igual, ninguno venía; nunca venían, tenías que llamarlos. Y ahí la posibilidad de elegir vos a quién llamar. El Gallego siempre hacía el bendito mismo chiste de “Un platito de zoooooológicooooo”, para nombrar al maní de cortesía. El Tenaza no te traía maní, directamente. Llamamos al Tenaza, cuyo apodo obedecía al tremendo parecido físico con el Tenaza Rodriguez, otrora goalkeeper de Boca Juniors.
Durante la velada no pasó nada. Unos cuantos chistes varoniles y eso fue todo. El problema fue después. Tenaza trajo la cuenta y bastó que Rodrigo le preguntara cuándo firmábamos la escritura del bar entero, para desencadenar una sucesión de chascarrillos hacia el pobre Tenaza, que no pudo mitigar, siquiera, con la reducción considerable del monto de la adición que practicó evidenciado su propio error.
Se la re bancó, pero para mí que el pibe nos hizo una maldición. En especial a mí, a pesar de que era uno de los que se dedicó más a reír que a tirar comentarios hilarantes.
Porque a partir de ese día, los mozos de todos los restaurantes del país comenzaron a comportarse raros conmigo.
Primero fue Teresita. Teresita era una señora de unos cincuenta, que atendía en un restó que frecuentábamos bastante, pero no recuerdo su nombre, ni viene en caso. Cada vez que la vi ostentó un escote más que pronunciado, que de milagro contenía sus prominentes dones. Era evidente que había sido, y remarco la palabra “sido”, una mujer, cuando menos, muy bonita.
Teresita era más que simpática con todo el mundo, rozando lo veintidós ya; y a mí no paraba de decirme lo lindo que le resultaba yo.
Después del episodio con Tenaza, un día me trajo una pechuga de pollo con papas fritas.
“Te gustan las tetas, no?”, me preguntó, seriamente y sin anestesia, mientras me apoyaba el plato en la mesa y sus lolas en mi pecho, como si hubiera hecho falta semejante acercamiento para que yo las notara. Sí, me apoyó las tetas, leíste bien.
Me puse colorado mal, como huevo de perro blanco, como diría mi hermano de sangre Brian con esa onda que caracteriza a la gente de campo (ese mismo campo en donde se forjó, debo decir con justicia, el apodo de “Ácido”, para mi padre, porque en donde cae, come); no pude responder. Por suerte, no soy de los que tartamudean, porque hubiera sido un desastre. Solo atiné a lanzarle la sonrisa que ella  tanto había elogiado con anterioridad.
Sin moverse un milímetro, a pesar de ya haber dejado el plato, me insistió “De las mujeres, te gustan más las tetas que el culo, no?”
“Como sabés?”
“Porque siempre pedís pechuga.”
Me lanzó una sonrisa sexy y se retiró.
Nunca más pude volver, convencido de que Teresita era una suerte de bruja que todo lo sabía.
A donde nunca dejé de ir es a Pepino. Están casi todos los mismos mozos desde hace veinte años (voy desde que tenía cinco) y nunca un sí ni un no. Unos capos totales. Sobre todo el Chamaco; pero ese, lamentablemente, ya no está más.
Ahí, en una época, trabajaba el Máquina. Le decíamos así porque así te decía él cuando entrabas. Después se fue copando y le fue aditivando adjetivos del tipo Fiera, Varón, Titán…, hasta llegar a proferirte unos treinta, sin repetir y sin soplar, con el saludo.
Máquina era, sencillamente, un genio. Era capaz de servir a una mesa de veinte personas, sin anotar ni un puto plato ni una puta bebida, y sin equivocarse al dejarlos delante de quien los había pedido, obviamente. Un genio he dicho.
Todo bien con Máquina en Pepino. Pero… me lo crucé en Rosa Negra. Lugar bacanazo, para los que no conocen. Primer mundo.
Entré con una señorita que estaba increíblemente bonita: Marcela. Marcela tenía un imán para atrapar miradas, tanto de hombres como de mujeres, entrara en donde entrara, estuviera en donde estuviera. Primero, medía más que yo, con dos piernas esbeltas y kilométricas, siempre descubiertas con minifaldas diminutas, y una figura excepcional, rematada por una cara angelical como pocas veces vi. Pero lo más lindo que tenía era que, o yo estaba enamorado, o Marcela te sonreía y veías a Dios. Y encima le sonreía a cualquiera, aun hoy creo que medio inconciente de lo que generaba.
Lo que nos perdió y disparó la maldición del Tenaza fue esa sonrisa.
El Máquina empezó bien. Me aclaró que ahí estaba careta porque no lo dejaban y nos negoció con el mâitre la mesa más romántica del lugar.
Luego de sentarse, Marcela, por cortesía, le disparó su famosa sonrisa, en agradecimiento. Balazo de Magnum 357 en el pecho.
Se pudrió todo en cinco minutos.
Máquina, desaforado, vino como siete veces antes de tomar el pedido.
No se cómo hubiera terminado la noche, de no ser por una pequeña gaffe que cometió Máquina enseguida, en el momento de destapar el vino. Luego de andar peleándose un rato con el corcho, no tuvo mejor idea que atenazar la botella entre sus rodillas para poder apalancar con el destapador más firmemente. Lo cagó que lo vio el mâitre. Ni tiempo a terminar la tarea le dio. Nos pidió disculpas y se lo llevó a la cocina, del bracito. A los treinta segundos, vino otro mozo con otra botella del mismo vino, la destapó, nos sirvió, y él fue nuestro mozo de ahí en más, ya que a Máquina no lo volvimos a ver ni esa ni ninguna otra noche en la vida.
Pero esa noche acaecío otro suceso, más inaudito aún. Y no digo ilógico, porque podía pasar. Digo inusual. Y lo atribuyo, decididamente, a la maldición.
Estábamos esperando la cuenta, cuando se nos acercó uno de los árabes que estaban sentados en el privado. Muy correctamente, y en un castellano casi perfecto, me dijo que el jeque me ofrecía 250 camellos por Marcela. Desubicado como chupete en el culo, le pregunté a cuánto cotizaba el camello en Kuwait, dado que de allí eran los muchachos. Antes de que el hombre, sorprendido, pudiera contestar, recibí una patada digna del Patrón Bermudez en la canilla de mi piernita derecha. A Marce no le había caído muy bien la jodita, evidentemente. El pibe dijo algo de unas doscientas lucas, lo que traducía la oferta a 50 palos verdes, que solo yo alcancé a escuchar, dado que mi princesa de exportación me estaba taladrando para que matara al pobre mensajero. Mientras trataba de convencerla de que lejos de ofenderse, tenía que sentirse halagada porque era una valoración de su belleza; quizá un poco conservadora, sí, porque vos valés más que 50 palos verdes tontita, pero que recién estábamos en el principio de las negociaciones y eso era algo común en Kuwait, recordé que al padre de Annette le habían ofrecido tan solo 16 en Egipto. Marcela seguía sin escucharme y pidiéndome casi que lo cague a trompadas al pobre arabesito que estoicamente miraba nuestra conversación de pie junto a la mesa, asi que en ese momento abandoné la idea de conocer Kuwait. Suerte que lo conocí hace poco camino a dar una conferencia en Nepal.
Más rápido abandonamos el lugar, convencido yo de que en la esquina me la secuestraban. Podés creer que camino a casa, la muy rara se empezó a cagar de risa de los 50 palos?!
Tampoco volví a ese restaurante del centro en donde comí una vez con el Yéneral Gonzeilz: 1910. Nos atendió un mozo mañoso, como casi todos los mozos argentinos. Porque a diferencia de los uruguayos, por decir un cliché, que realmente son orgullosos de ser súper profesionales y se dedican como con devoción a lo que hacen (salvo los de La Fontana, de Piriápolis), los argentos son vagos. Y a vago, nadie superará al señor de referencia, al cual le pedimos una Coca y una Sprite, y volvió diez minutos después con una Coca y una Mirinda. La Sprite convertida ahora en Mirinda, le correspondía al Yéneral, que vio venir al mozo a mis espaldas, y ya, diez metros antes de que llegara a la mesa, le empezó a decir que era Sprite la gaseosa requerida. El mozo siguió a paso firme hasta la mesa, haciéndose el boludo de puta, a pesar de escuchar, fehacientemente, el reclamo del Yéneral. Omitiendo de lleno las palabras de mi joven compañero, el desfachatado apoyó la Mirinda en la mesa y mientras la destapaba, miró fijamente a los ojos al Yéneral y le dijo “Tomala que es rica igual…” Ndálaputaqueteparió.
Similar actitud tuvo un mozo de Güerrin, veinte años menor, pero de la misma escuela, indudablemente. Claro, aprendió rápido, se ve. Mirá.
Le pedí tinto con hielo y soda, y el sifón que me trajo no andaba. Ante mi reclamo, para mí que me hizo la Gran Benny Hill, dado que volvió dieciseis segundos después con un supuesto recambio, que, obvio, tampoco andaba.
Ni dudó un segundo en no ir a buscar otro. Sabés qué me dijo? “Ah, entonces te lo descuento, porque son todos iguales…”
Muy pero muy hijodeunbaldellenodeputas. Qué? Eran de la misma cosecha que salió mala? O
Se olvidaron de darlos vuelta en la cava y les entró aire?
Esa noche, hasta la pizza fea nos trajo. Sí, boló; te lo prometo… una pizza fea en Güerrín!!!
Ninguno como Calvito, que no puedo decirte acá en dónde lo conocí, pero que me enseñó una cosa que sirvió toda la vida para seducir chicas: invitás una chica a tomar un te a tu casa después de cenar. No falla. Para no volcar ni una gota cuando le llevás la infusión, no pongas la cuchara adentro, que parece ser una solución pero es muy mersa; simplemente, no mires la taza. La vista fija en la beauty.
Te la dejo.