L ‘interview.

Ni vos, ni él, ni yo, vamos a entender nunca por qué lo hice. Jamás. Te lo prometo.
Traté mil veces de entenderlo. Busqué, busqué, busqué, y no encontré una respuesta satisfactoria, creíble aunque fuera audaz. Negué los hechos una y otra vez, hasta que el otro protagonista de la historia me lo confirmó y no tuve más remedio que aceptarlos.
No diría que es algo inexplicable lo que ocurrió. No se ni como definirlo. Ridículo? Una vez más en mi vida. Loco? Ponele. Pero inexplicable… inexplicable, no.
Inexplicable fue la forma en que mi amigo Diego Alma perdió una zapatilla adentro de una limousina, en ocasión del festejo de su cumpleaños número veinticinco, junto al Tucho y cuatro amigas. Lo rescatamos del bar en donde estaba festejando el onomástico junto a cincuenta más de nuestros amigos y amigas, lo metimos en la limo con el grupete VIP, y lo llevamos de gira. Devolviéndolo al evento tres horas después, envenenado. Sí, se bajó con una zapatilla de menos. Hasta lo llamamos a Héctor (el chauffeur) y no la encontró. No estaba adentro del santuario. Luego Diego soportó la agreteada de todas las damas presentes y la envidia de los hombres, semidescalzo, pero con una sonrisa celestial, que nunca antes le había visto.
Eso no es lo inexplicable. Lo inexplicable es que al otro día, doce horas después del evento, mientras jugábamos tennis, el Tuchito paró el match para extraerse un minúsculo trozo de vidrio de una de las cachas del toor, proveniente de una copa de champagne que se rompió dentro del vehículo.
Inexplicable fue el día que estábamos en el Aeroparque Metropolitano con Dick Capara, en pre embarque de puerta dos, cuando escuchamos que por el sistema de audio llaman a presentarse en la puerta dos al Agente Secreto. Se. El primero que llegara a la puerta dos iba a ser el agente secreto. Con Dick no lo podíamos creer que fueran tan pelotudos de mandar al frente así a un tipo. Fabulamos que iba a aparecer un hombre enfundado en un impermeable con solapas levantadas, gafas de sol y sombrero. Pero el agente secreto nunca apareció. 
Es inexplicable, claramente. Lo que también es inexplicable es que la explicación llegó años después, de culo, esta vez en Ezeiza: a los empleados de Aerolíneas Argentinas les llaman “Agente”, y el pobre pelotudo se llamaba “Secreto” de apellido. Osvaldo Secreto.
Dejate de joderrrr!
Y bien inexplicable fue esa noche en que íbamos al casamiento de Brian y Muni en el campo, en Casbas (sí, cagate de risa, “Casbas” se llama el pueblo; ese mismo pueblo en el que al gerente del Provincia le decían “Maradona”, porque nunca iba al banco), y llovía como para desagotar el cielo de por vida y no se veía más allá de los limpiaparabrisas. El camino interno era un solo barro y de no ser por la avezada conducción del querido Gordo Néstor, nos hubiéramos ido contra un alambrado. El Gordo tenía alma de piloto y, evidentemente llevaba los genes de su padre, que había sido corredor de TC, porque mantenía firme la furgoneta Volkswagen, que se cocktailizaba estoicamente de un lado a otro de la huella. Éramos el Gordo, Tacha y yo, que parecíamos bolivianos vendedores de ajo ahí sentados, con las piernas tapaditas por una frazada sucia de aceite, ya que hacían menos setenta y dos grados Farenheit y la furgoneta carecía de calefacción. Volvamos al camino: te digo más, creo que hasta un tractor se encajaba. El tema es que yo venía del lado de la ventanilla, mirando con mucha atención para ubicar la tranquera cierta, cuando de pronto vi debajo de la copa de un árbol, el espectro de un gaucho viejo tomando mate, que nos saludó al pasar. En principio pensé que había sido una ilusión óptica producto del faltante de raya ortonal por las doce horas ininterrumpidas de hazaña, pero cuando vi al gaucho esta vez corriendo al lado de la furgoneta, al mejor estilo del malo de Terminator dos, con la cabecita agachada como para tomar más fuerza, tremendo cagazo me pegué.
No, mentira.
Digo… lo del gaucho es mentira. Pero hubiera sido inexplicable, no?
Lo que no es mentira, anche sí inexplicable también, es la anécdota que refiere esta historia.
Yo se que circulan cuatrocientascincuentamilquinientas urban stories de cuando yo era creativo.
De muchas me hago cargo. Otras no las recuerdo en absoluto. Y las más, niego rotundamente el haberlas protagonizado; al menos, de la forma en que dice la leyenda.
Nunca le revoleé por la cabeza un sobre a la coordinadora de FCB (hoy Draft), al grito de “Folletos no hago; los folletos no dan premios!”.
Nunca entré a la oficina del badulaque colombiano Gerente General de Leo Burnett para decirle, delante de un cliente, que venía de presentar un aviso de Marvin y el Gringo Minoyetti, que él había prohibido presentar. Y no, ese aviso nunca se aprobó y nunca ganó nada.
Nunca me fui al segundo día de laburo, porque me parecía una bosteada la agencia. Jamás.
Juro por mi vieja que es mentira total que le dije “Burra” en la cara y delante de diez personas a la Directora General de Cuentas de Young.
La que sí no puedo negar, y mucho menos explicar, es, como dije, la que refiere esta historia; la que me pasó con el Facha Grau. Ese mismo al cual tomé de trainee en Verdino y lo rajé porque se me amotinó un fin de semana, y al mes lo volví a tomar, esa vez como redactor junior. Y qué querés? Si era muy bueno. Casi tan bueno como tilingo. Por qué no lo iba a llamar de nuevo? Es más: después de Verdino me lo llevé a Burnett.
Bueno, parece que la primera vez que le hice l’interview, según vesiones circulantes en plaza, dado que yo no lo recuerdo, lo hice luciendo mi casco de moto en la cabeza. Toda l’interview. Como si no hubiera estado allí. Qué? Qué mirás? Qué?
No. No fue ese con el que parecía La Hormiga Atómica. No. Fue con el alemancito. Ese me quedaba mejor.